Los seres humanos necesitan que los
alienten. Sentir la calidez de la aprobación, aumenta la confianza en sí mismo.
En la persona cuya autoestima se ha
elevado, se obra una especie de milagro. Repentinamente le caen mejor los demás
y se hace más amable y solidaria, con quienes le rodean.
El elogio, también contribuye a
suavizar los inevitables roces de la convivencia cotidiana. Una buena y
saludable vida familiar se nutre de ellos. Los niños, en especial, están
deseosos de reconocimiento y aprecio.
Una joven madre contó esta anécdota:
"Mi hijito se porta mal a menudo, de manera que debo regañarlo. Pero un
día su conducta fue especialmente buena, sin embargo, esa noche después de
acomodarlo en su cama y al bajar por las escaleras lo oí llorar: fui a verlo, y
lo encontré con la cara hundida en la almohada. Entre sollozos me preguntó si
no había sido un buen niño.
"La pregunta me traspasó como
un puñal -agregó la madre- nunca había dudado en corregirlo cuando hacía algo
malo; pero cuando se portó bien ni siquiera lo noté. Lo había mandado a dormir
sin darle una palabra de reconocimiento".
El elogio hace que la gente, de lo
mejor de sí pero quien lo da siente también la satisfacción de haber creado en
el otro un especial estado de ánimo, de la misma manera como "...
las flores dejan siempre parte de su
fragancia en la mano de quien las ofrece".
a/d.
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