Tengo un conocido ya de cierta edad, que cuando más se divierte es cuando ve algún tropezón de los transeúntes. Tanto es así que cuando se aburre se larga a la Avda. del Conde de la Viñaza y se sienta en un banco a esperar. -La gente de ahora ya no se cae como la de antes-acostumbra a decir.
En otras ocasiones su regreso a casa es glorioso y nos llama para contarnos el acontecimiento. Vuela mi memoria a una tarde feliz, en la que regresó a casa el susodicho y nos convocó en su sala de estar:
-Lo de hoy ha sido genial; una señora de mediana edad que paseaba por la plaza de Primo de Rivera se ha asustado con el bocinazo de un camión, ha pegado un brinco y se ha dado con la rama de un árbol, y, poco a poco, que es más divertido, se ha ido cayendo con las piernas abiertashasta que se ha dado un culazo en la acera.
A la vez que lo contaba, nos escenificaba lo acaecido con ta ímpetu, que a punto estaba de caerse él.
A mí mismo me propuso un día que zancadilleara a un señor bajito que pasaba por la acera, bajo amenaza de no invitarme más a su bodega si no lo hacía. Yo me negué.-Esto no es un juego limpio.- le dije.
Un día se le rompieron todos los esquemas, fué él quien se cayó. Por si fuera poco, iba acompañado de una monja y arrastró a ésta en su caída.
La caída de una monja es más divertida si cabe, porque con sus hábitos ocupa mayor espacio en su agónico trance.
Aquél día no había risas. Superada la primera impresión, se limitaba a comentarlo. Nosotros nos partíamos de la risa. Jamás volvimos a su bodega. Sufrió en sus propias carnes la daga florentina con la que tanto atacaba a los demás.