Todos hemos hecho alguna travesura de pequeños, que recordamos,pasado el tiempo, casi con ternura. Yo, pese a mi merecida fama de buenecito y casto, como todos conocéis, tampoco estoy libre de mi travesura particular.
Estábamos los de letras estudiando, cuando el jefe de estudios, señor Salinas, irrumpió en el aula. "Los que deseen confesarse, pueden ir a la capilla. El resto que se mantenga estudiando".
Todos nos fuimos a confesar.
El confesionario era moderno y se accedía a través e la sacristía, lo cual facilitaba mi intención de gamberrada sobremanera. Me introduje en el confesionario, cambié el tono de voz y dije imperativamente: "El primero!"
El primero era Javier Jiménez, un asturiano listo y simpático, gran traductor de latín e insuperable como defensa del equipo del colegio. Sin acercarme demasiado a la rejilla aliviadora de timideces que nos separaba la cara, le respondí: "Sin pecado concebida", una vez él hubo dicho lo del Ave María Purísima inicial. Me dijo:
"Me acuso de haberle quitado algo de dinero a mi padre, de no tratar con consideración a mi hermano pequeño y de no estudiar con la debida concentración".
A mí aquellos pecados no me importaban nada. En plena edad del pavo lo fundamental era lo otro. Le dije con mi recién estrenada voz de cura:
-¿Cuántos auogozos diarios practicas en tu cuerpo?
-Siete, padre.
-Pues por guarro y lujurioso, por pecar gravemente contra el sexto mandamiento te pongo la penitencia de cuarenta rosarios, ¡tira!.
El segundo era Javier Murillo, hijo de la pastelería de al lado del colegio, repetidor de varos cursos y mucho mayor que nosotros. Se daba la circunstancia de que ya conocía mujer; ilusióninalcanzable para nosotros en aquellos momentos. Se arrrodilló y me dijo:
-Me acuso de haber mentidoa mi padre, de tratar con destemplanza a mis compañeros y de no rendir en los estudios.
-De nada más hijo mío?-le dije con mi peor intención
-Bueno sí, de haber fornicado con la señortia Marisa, una de las monitoras de los pequeños.
Joé que suerte pensé yo; encima con la Marisa.
_En vista de tus graves pecados, rezarás 70 rosarios, hijo mío.
Me disponía a confesar al tercero, cuandose abrió la puerta de la saristía y apareció el Hermano Eutiquio. El más temido de todos los Hermanos Maristas.
Desastre total, casi expulsión, peticiones de perdón en público y severos castigos. Al cabo de los años la experiencia la recuerdo con gracia. Nada más divertido que confesar a lo compañeros de clase