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Y Tu ¿Que Libro Estás Leyendo?: El Zahir - Paulo Coelho
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Respuesta  Mensaje 1 de 2 en el tema 
De: amescoa2  (Mensaje original) Enviado: 30/04/2010 18:51


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Respuesta  Mensaje 2 de 2 en el tema 
De: OrquideaRuth Enviado: 01/05/2010 21:44

 

EL ZAHIR – PAULO COELHO

 

 

Editorial Planeta, S.A.

Título Original: O Zahir

Traducción de Ana Belén Costas

Primera Edición, Mayo 2005

Impreso en España

 

 

Dedicatoria

 

En el coche, le había comentado que había puesto el punto y fi­nal a la primera versión de mi libro. Al empezar a subir juntos una montaña en los Pirineos, que consideramos sagrada y en la que hemos vivido momentos extraordinarios, le pregunté si que­ría saber cuál era el tema central o el título. Ella respondió que le gustaría mucho preguntármelo, pero que, por respeto a mi trabajo, no había dicho nada, simplemente se había puesto con­tenta, muy contenta.

Le dije el título y el tema central. Seguimos caminando en si­lencio, y en la curva, oímos un ruido; era el viento que se acer­caba, pasando por encima de los árboles sin hojas, bajando has­ta nosotros, haciendo que la montaña mostrase de nuevo su magia, su poder.

Después llegó la nieve. Paré y me quedé contemplando aquel momento: los copos cayendo, el cielo gris ceniza, el bosque, ella a mi lado. Ella, que siempre ha estado a mi lado, todo el tiempo.

Quise decírselo en aquel momento, pero lo dejé para que se enterase cuando hojease por primera vez estas páginas. Este li­bro está dedicado a ti, Cristina, mi mujer.

El Autor

 

 

Según el escritor Jorge Luis Borges, la idea del Zahir procede de la tradición islámica, y se esti­ma que surgió en torno al siglo XVIII. En árabe, Zahir significa visible, presente, incapaz de pa­sar desapercibido. Algo o alguien con el que, una vez entramos en contacto, acaba ocupando poco a poco nuestro pensamiento, hasta que no somos capaces de concentrarnos en nada más. Eso se puede considerar santidad o locura.

Enciclopedia de lo Fantástico, 1953, Faubourg Saint–Peres

 

Soy un hombre libre

 

Ella, Esther, corresponsal de guerra recién llegada de Irak porque la invasión del país es inminente, treinta años, casada, sin hijos. Él, un hombre no identificado, aproximadamente veintitrés o veinticinco años, moreno, rasgos mongoles. Ambos fueron vistos por última vez en un café de la calle Faubourg Saint–Honoré.

La policía fue informada de que ya se habían visto antes, aunque nadie sabía cuántas veces: Esther siempre dijo que el hombre –cuya identidad ocultaba bajo el nombre de Mikhail– era alguien muy importante, aunque jamás explicó si era impor­tante para su carrera de periodista, o para ella, como mujer.

La policía inició una investigación formal. Se barajaron las posibilidades de secuestro, chantaje y secuestro seguido de muerte, lo cual no sería de extrañar en absoluto, ya que su tra­bajo la obligaba a estar frecuentemente en contacto con perso­nas ligadas a células terroristas, en busca de información. Des­cubrieron que en su cuenta bancaria se retiró regularmente dinero en las semanas anteriores a su desaparición: los investi­gadores consideraron que eso podía estar relacionado con el pago de información. No se había llevado ninguna prenda de ropa pero, curiosamente, su pasaporte no fue encontrado.

Él, un desconocido, muy joven, sin ficha en la policía, sin ninguna pista que permitiese su identificación.

Ella, Esther, dos premios internacionales de periodismo, treinta años, casada.

Mi mujer.

Inmediatamente me ponen bajo sospecha y soy detenido, ya que me he negado a decir cuál era mi paradero el día de su de­saparición. Pero el carcelero acaba de abrir la puerta y ha dicho que soy un hombre libre.

¿Por qué soy un hombre libre? Porque hoy en día todo el mundo lo sabe todo de todo el mundo, sólo con desear la infor­mación, ahí está: dónde se utilizó la tarjeta de crédito, sitios que frecuentamos, con quién dormimos. En mi caso, fue más fácil: una mujer, también periodista, amiga de mi mujer, pero divor­ciada –y, por tanto, sin problema en decir que estaba conmigo–, se ofreció para atestiguar a mi favor al saber que había sido de­tenido. Dio pruebas concretas de que estaba con ella el día y la noche de la desaparición de Esther.

Voy a hablar con el inspector jefe, que me devuelve mis cosas, me pide disculpas, afirma que mi rápida detención se llevó a cabo bajo el amparo de la ley y que no podré acusar ni procesar al Es­tado. Le explico que no tengo la menor intención de hacerlo, sé que cualquiera está siempre bajo sospecha y es vigilado veinticua­tro horas al día, aunque no haya cometido ningún crimen.

–Es usted libre –dice, repitiendo las palabras del carcelero. Le pregunto: ¿no es posible que realmente le haya ocurrido algo a mi mujer? Ella ya me había comentado que, por culpa de su enorme red de contactos en el submundo del terrorismo, al­guna que otra vez sentía que sus pasos eran seguidos de lejos. El inspector desvía la conversación. Yo insisto, pero no me dice nada.

Le pregunto si ella puede viajar con su pasaporte, él dice que sí, ya que no ha cometido ningún crimen: ¿por qué no iba a po­der salir y entrar libremente del país?

–Entonces, ¿existe la posibilidad de que ya no esté en Fran­cia?

–¿Cree usted que lo ha abandonado por culpa de la mujer con la que se acuesta?

No es asunto suyo, respondo. El inspector deja un segundo lo que está haciendo, se pone serio, dice que me han detenido porque es el procedimiento de rutina, pero que siente mucho la desaparición de mi mujer. También él está casado y, aunque no le gusten mis libros (¡entonces sabe quién soy! ¡No es tan igno­rante como parece!), es capaz de ponerse en mi situación, sabe que es difícil el trance por el que estoy pasando.

Le pregunto qué debo hacer a partir de ahora. Me da su tar­jeta, me pide que lo informe si tengo alguna noticia; es una esce­na que veo en todas las películas, no me convence, los inspecto­res siempre saben más de lo que cuentan.

Me pregunta si había visto alguna vez a la persona que esta­ba con Esther la última vez que la vieron. Respondo que sabía su nombre en clave, pero que nunca lo había conocido perso­nalmente.

Me pregunta si tenemos problemas en casa. Le digo que es­tamos juntos desde hace más de diez años y que tenemos todos los problemas normales de una pareja, ni más ni menos.

Me pregunta, delicadamente, si habíamos hablado reciente­mente de divorcio o si mi mujer estaba considerando separarse. Respondo que esa hipótesis jamás existió, aunque –y repito, «como todas las parejas»– tuviésemos algunas discusiones de vez en cuando.

–¿Con frecuencia o de vez en cuando?

–De vez en cuando –insisto.

Me pregunta más delicadamente aún, si ella desconfiaba de mi aventura con su amiga. Le digo que fue la primera vez –y la última– que nos acostamos. No era una aventura, en realidad, era por la ausencia de obligaciones, el día era aburrido, no tenía nada que hacer después de la comida, el juego de la seducción es algo que siempre nos despierta a la vida, y por eso acabamos en la cama...



 
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