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Karl Dönitz, comandante de la flota de submarinos, intentaba encontrarse con Hitler lo menos posible, porque sentía que el «poder de sugestión» del Führer le perjudicaba. |
La finalidad de todos los magos los magos es actuar sobre las fuerzas naturales. Se proponen dominar las infinitas fuerzas del cosmos y utilizarlas, como una espada, para sus propios fines. Por definición, un mago que intenta servirse de esas fuerzas en beneficio propio, sin un propósito más elevado, practica la magia «negra». Según la mayoría de las escuelas de pensamiento mágicas, termina pagando un precio muy alto por su orgullo. Con frecuencia acaba siendo poseído por los espíritus que invoca y resulta destruido por ellos. En opinión de varios ocultistas, Adolf Hitler era un poderoso mago negro.
Según contó uno de los pocos amigos que tuvo Hitler durante su juventud en Linz, su poder personal ya se había desarrollado cuando tenía quince años. En una ocasión, Adolf Hitler se puso de pie frente a mí, agarró mis manos y las apretó con fuerza... Las palabras no salían con facilidad de su boca, como de costumbre, sino que surgían roncas y ásperas... Era como si otro ser hablara desde su cuerpo y lo conmoviera tanto como me conmovía a mí. No era el caso de un orador arrebatado por sus propias palabras. Por el contrario, sentí que él mismo escuchaba atónito y emocionado lo que brotaba de su interior con una fuerza elemental...
El autor de ese fragmento era August Kubizek. Describía allí un paseo a medianoche con un Hitler de quince años tras asistir a una representación de la ópera de Wagner Rienzi, que narra la historia de la meteórica grandeza y decadencia de un tribuno romano. El inspirado discurso de Hitler versaba sobre el futuro de Alemania y «un mandato que, un día, recibiría del pueblo, para sacarlo de la esclavitud... ».
Según Kubizek, Hitler pasó mucho tiempo estudiando misticismo oriental, astrología, hipnotismo, mitología germánica y otros aspectos del ocultismo. En 1909 había entrado en contacto con el doctor Jörg Lanz von Liebenfels, un ex monje cistercense, que dos años antes había creado un templo de la «Orden de los nuevos templarios» en el semiderruido castillo de Werfenstein, en las riberas del Danubio.
El aristocrático nombre de Von Liebenfels era ficticio: cuando nació era sólo Adolf Lanz, y procedía de una familia burguesa. Sus seguidores eran pocos, pero ricos. Discípulo de Guido von List, hacía flamear una bandera con una svástica en sus almenas, practicaba ritos mágicos y publicaba una revista llamada Ostara, en la que hacía propaganda del ocultismo y del misticismo racial; el joven Hitler era un ávido suscriptor. En 1932, Von Liebenfels escribió a un colega: Hitler es uno de nuestros discípulos... algún día comprobará usted que él, y nosotros a través de él, triunfaremos y crearemos un movimiento que hará temblar al mundo.
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Mussolini visitó a Hitler en Alemania en 1943, mentalmente agotado y muy deprimido. Sin embargo, la influencia de Hitler y la fuerza de su personalidad eran tan grandes que, según Josef Goebbels, al cabo de sólo cuatro días con él Mussolini sufrió una transformación completa.
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Una de las afirmaciones de este ex monje fue que habría que establecer granjas de cría humanas para «erradicar los elementos eslavos y alpinos de la herencia germana», adelantándose en más de 20 años a la idea que concibió Himmler de una granja con sementales SS.
Cuando empezó la primera guerra mundial, Hitler parecía poseer ya una firme convicción acerca de su elevada misión; como mensajero, en el frente corrió enormes riesgos, como si supiera que el destino aún no le permitiría morir. Cuando terminó la guerra había desarrollado un curioso poder impersonal sobre quienes le rodeaban, poder que le sería sumamente útil hasta el final de su camera.
Una y otra vez, la idea de que Hitler estaba «poseído» aparece en los escritos de quienes le rodeaban. Su misterioso poder constituía una pesadilla para los altos cargos del estado. Una vez, por ejemplo, el doctor Hjalmar Schacht, el mago financiero de Hitler, pidió a Hermann Göring que hablara con el Führer acerca de un detalle secundario de política económica. Pero, una vez en presencia de Hitler, Göring descubrió que no podía plantear el asunto. Le dijo a Schacht: «Con frecuencia decido hablarle de algo, pero cuando estamos frente a frente me desanimo... »
El almirante Dönitz, que estuvo al frente de la flota de submarinos del Reich y que llegó a ser comandante supremo de la marina de guerra, tenía tanta conciencia de la influencia del Führer, que evitaba su compañía para conservar intacto su propio juicio:
No iba muy a menudo a su cuartel general, y lo hacía adrede, ya que tenía la sensación de que preservaría mejor mi capacidad de iniciativa, y también porque, tras varios días en el cuartel general, siempre tenía la sensación de que debía liberarme de su poder de sugestión... Sin duda, yo tenía más suerte que su estado mayor, constantemente expuesto a su poder y personalidad.
El 7 de abril de 1943, Josef Goebbels registró en su diario un ejemplo notable del uso que hacía Hitler de su personalidad. Mussolini, el dictador italiano, visitaba Alemania en un estado de profunda depresión y agotamiento:
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Hitler presidiendo la colocación de la primera piedra de la Casa del Arte Germano en Munich, en 1933. El martillo que usó en la ceremonia se rompió; Hitler consideró que eso era un mal presagio.
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Poniendo hasta la última gota de energía nerviosa en el esfuerzo, [Hitler] logró volver a encaminar a Mussolini. En el curso de esos cuatro días, el Duce sufrió un cambio completo. Cuando bajó del tren, al llegar, el Führer pensó que parecía un anciano derrotado. Cuando se marchó, estaba de nuevo en buenas condiciones, listo para lo que viniera.
En marzo de 1936 Hitler hizo una declaración que resumía con precisión las impresiones de quienes lo conocían mejor: «Voy por donde la Providencia me dicta -dijo-, con la seguridad de un sonámbulo.»
Este espíritu rector -si eso es lo que era- no siempre respetaba a su anfitrión. Son bien conocidos los ataques de furia de Hitler, durante los cuales echaba espuma por la boca y caía al suelo. El relato de su confidente, Hermann Rauschning, en su libro Habla Hitler es aún más impresionante:
Despierta por la noche, gritando y sufriendo convulsiones. Pide ayuda y parece semiparalizado. Es presa de un pánico que le hace temblar hasta el punto que la propia cama se agita. Emite sonidos confusos a ininteligibles, jadeando como si estuviera al borde de la sofocación...
Hitler no siempre estaba seguro de las intenciones de su «espíritu guía». Tenía pánico a los malos presagios. Albert Speer, que fue el arquitecto personal de Hitler y su ministro de Producción bélica, contó un incidente, acaecido en octubre de 1933, que hizo que el Führer se sintiera profundamente inseguro. Estaba presidiendo la colocación de la primera piedra de la Casa del Arte Germano, en Munich, que había sido diseñada por su amigo Paul Ludwig Troost y que, para Hitler, encarnaba los más elevados ideales de la arquitectura teutónica. Mientras golpeaba la piedra con un martillo de plata, la herramienta se rompió en su mano. Durante casi tres meses, Hitler fue aquejado de melancolía; más tarde, el 21 de enero de 1934, Troost murió. El alivio de Hitler fue inmediato. Le dijo a Speer: «Cuando el martillo se rompió supe que se trataba de un mal presagio. Algo va a suceder, pensé. Ahora sabemos por qué se rompió. El arquitecto estaba destinado a morir.»
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