Por el cielo de los perros, va mi perro cojo con su muleta de plata
Junto al cielo de los perros, un cielo lleno de acacias, y de niños y de madres y de cantos y de hadas.
Pero había un niño triste, cara de ausencia y nostalgia, siempre solo siempre serio, a punto siempre de lágrimas. Un niño con una mano, inútil, seca sin alma. Ay que infierno diminuto era aquella mano lacia.
Y desde su cielo el niño, siempre asomado a la tapia, miraba a mi perro cojo con una triste mirada: miraba a mi pero cojo y al mirarlo recordaba . . .
Un día en una placeta, un perro de pobre casta, una apuesta de buen tino, un silbido una pedrada . . . y un aullido que se aleja . . . y el perro, rota una pata.
¡ Que frío remordimiento sentía en su mano lacia!
Y mientras tanto en su cielo, mi perro jugueteaba, con un angelillo cojo, que era el ángel de su guarda.
Hasta que un día, jugando, llegaron hasta la tapia, donde estaba el niño triste a punto siempre de lágrimas.
Dejó de jugar mi perro con el ángel de su guarda: se quedó quieto un momento, las orejas levantadas, luego afianzó la muleta se apoyó sobre la tapia, y miró al niño, con una larga y antigua mirada. Y el perro mirando al niño, recordaba . . . recordaba . . .
Un día en una placeta, sed y hambre de semanas, un niño la mano en alto, un silbido , una pedrada y un golpe en su pata y sangre, sangre ya en su inútil pata.
El niño por un instante, miedo y mas miedo la cara, fría la carne y dudando, si aquella fija mirada, era olvido era perdón, o acusación o amenaza. Quedó inmóvil esperando, ladridos y dentelladas.
Pero los perros no saben de rencores ni venganzas. Por eso mi perro cojo, olvidando la pedrada, se echó atrás, tomó carrera, salvó de un salto la tapia, y agachando las orejas, y amansando la mirada y multiplicando mimos y abanicando palabras, con los ojos, con los dientes, con el rabo, con las patas, empezó a lamer la mano, inútil, seca, sin alma.
La lengua del perro fue para aquella mano lacia, como un reguero de vida, como un reguero de savia. Y el niño sintió, que gozo, que en la mano le brotaba, como un arroyo de vida, como un arroyo de savia y que los tendones muertos de pronto resucitaban.
Satisfecho del milagro, rabo alegre, orejas gachas, regresó el perro a su cielo, pura cojera de gracia.
El niño le dijo adiós. Y al despedirlo lloraba, abanicando en el aire, la mano resucitada.
Y el perro le dijo adiós, con la muleta de plata.
Autor
Manuel Benitez Carrasco
Q.E.P.D.