Dice la Real Academia de la Lengua gallega que un furancho es “aquel lugar o casa particular donde se vende vino nuevo”. Hay que retomarse años atrás para encontrar el inicio de esta práctica que todavía hoy sigue muy presente en varias zonas de Galicia, principalmente en aquellas con importancia vinícola.
Los furanchos nacieron como manera de poner en circulación el vino excedente de la cosecha propia de casa, basándose en una fórmula sencilla: los vecinos, amigos, conocidos… se sientan en torno a una mesa con una cuenca y acompañan la bebida con algo de la casa (pimientos del huerto, embutido o una tortilla, por ejemplo). Todo por un precio muy rebajado. En un furancho puedes comer y beber por diez euros.
Decimos que nacieron con esta idea porque hoy algunos han derivado en taperias (casi en restaurantes) por eso son tan perseguidos por la Xunta. Son una competencia desleal al sector hostelero. También son conocidos por el nombre de laureiros porque los auténticos hay que buscarlos, no encontrarás anuncio que los publicite, y se reconocen porque una rama seca de laurel cuelga de la puerta de la casa.
Para realizar el post localizamos un furancho por la zona pontevedresa de Marcón. En la cocina, en los fogones, se encuentra la familia propietaria de las viñas y las mesas las atiende un vecino: “El año pasado abrimos 16 días, lo que nos duró el vino. Una vez que se acaba no hay más. Se cierra y a espera al año que viene”.
Nos sentamos a la mesa para probar el vino: nuevo, joven, con personalidad. No es un reserva Rioja ni siquiera un tempranillo, es vino de la casa pero como el camarero nos puntualiza “es mejor que muchos que venden con química”. Le preguntamos con que podemos acompañarle. Nos ofrece lo que tiene, no hay más.
Entre trago y trago llega a la mesa unos sabrosísimos pimientos de Padrón, de cultivo propio. Nos asegura que son de los primeros de la temporada. Uno a uno damos cuenta de ellos en busca del picante, que esta vez no llegó.
La siguiente tapa en llegar a la mesa fue una tortilla de patata. De las de verdad, con sus ‘patacas’, huevos de casa, medio hecha… Duró poco.
Buena estaba también una oreja cocida a la gallega, con un toque de buen pimentón picante.
Cerramos nuestra visita con zorza. La carne en su punto: blandita y con carácter. Posteriormente repetiríamos de las tres tapas. Las cuencas seguían rellenándose de vino en armonía con la conversación.
Así pasó el tiempo, hasta que llego el momento de degustar los chupitos caseros: muy bueno el licor café, sin excesiva presencia de orujo en boca y poco dulzón, y mejor aún la crema casera.
Ir de furanchos es una manera de acercarse a la cocina familiar, de degustar los productos cultivados con cariño y esmero. La tradición en su expresión máxima.