Por Luciano Castillo
Muchos coincidirán con la definición de ella por el
Diccionario Larousse del Cine: “Es el ejemplo perfecto –y raro–
de la actriz que forjó su propio destino pasando a fuerza de energía y
conciencia profesional, del estatus de producto manufacturado e impersonal al de
estrella”. Sin embargo, la palabra “estrella” era una de las que tenía la
especial propiedad de enfurecer a Romy Schneider (1938-1982), con su belleza
natural, libre de artificios. En una ocasión afirmó no pretender otro título que
el de actriz.
Romy, cuyo verdadero nombre era Rosemarie Albach-Retty,
nació en Viena, Austria, el 23 de septiembre de 1938. Su temprano descubrimiento
no fue por pura suerte, esta “linda muñeca rubia, el hada natural y sin afeites,
en cuyo mundo fílmico todo sale bien” -como la describieron en sus inicios- era
hija de Magda Schneider y de Wolf Albach-Retty, prominentes figuras del cine de
habla germana en las cuatro primeras décadas del siglo XX.
El productor Ernst Marischka (1893-1963), amigo personal de
la familia, se fijó en la juvenil y siempre dispuesta muchachita y una primera
prueba en Cuando florece el lirio blanco (Wenn der wisse Flieder
wieder blüht, 1953), dirigida por Hans Deppe, significó el hallazgo de la
adolescente prodigio. De un golpe, la niña que antes manifestaba especiales
condiciones para el dibujo, encabezó el elenco de una película. Ese debut a los
15 años fue un triunfo rotundo que la tornó famosa de inmediato. La carrera de
Romy Schneider no pudo ser más rápida ni brillante: disputada por los
productores y requerida por los directores más importantes para papeles
protagónicos. Encarnó a la monarca Victoria en Los jóvenes años de una
reina (Mädchenjahre einer Königin, 1954), conducida por el propio
Marischka.
Romy Schneider en Cuando
florece el lirio blanco (Wenn der wisse Flieder wieder blüht,
1953), su primera película
Poco después llegó Sissi (1955), el filme que la
transformó primero en ídolo nacional, para pronto traspasar las fronteras y
alcanzar una enorme resonancia en el público de las más disímiles latitudes. Los
nombres Sissi y Romy -nada extraños en Latinoamérica-, fueron sugeridos a las
madres fascinadas por este “monumento de miel y azúcar”, como fue llamado.
Contaba el idilio del emperador Francisco José con Isabel de Baviera, la
traviesa princesita Sissi: “La emotiva historia de amor que les cautivará como
nunca, realizada en fastuosos escenarios y mágicos colores”, al decir de un
cronista de entonces. El éxito animó a los productores a continuar la
explotación del tema de nostálgicas pasiones e intrigas cortesanas en Sissi,
emperatriz (Sissi, die junge Kaiserin, 1956) y Sissi frente a
su destino (Schicksalsjahre eine Kaiserin, 1957). Aún hoy pueden
hallarse novelizaciones en librerías de uso, amén de las ediciones en DVD, de
este tríptico empalagoso tildado ahora de ‘kitsch’.
Papeles insípidos en obras ligeras mostraron a la “noviecita
de Europa” en un marco ajeno a la acartonada corte. Anticipaba lo que “la más
bella jovencita del mundo” -según palabras de Walt Disney-, podía en realidad
ofrecer como actriz, una vez despojada de los pesados vestidos de terciopelo,
alejada de las suntuosas ceremonias reales y de sus proyectos personales de
consagrarse al diseño. La Schneider rechazó contratos por millones de marcos y,
para huir al nefasto influjo de Sissi, aceptó trabajar en Francia. En
Christine, intervino junto al novel Alain Delon, devenido su galán por
cinco años. El público germano la acusó de “traidora” y a Delon de “raptor”. El
anunciado compromiso no culminó en matrimonio, pero consolidó una duradera y
sólida amistad que ejerció una influencia decisiva en Romy. Volverían a actuar
juntos en La piscina (La piscine, 1968), resonante thriller de
Jacques Deray lleno de devoradora pasión entre los dos protagonistas, y
coincidirían además en el reparto de El asesinato de Trotski
(L’assassinat de Trotski, 1971), dirigida por Joseph Losey.
Ella debe al vínculo con Delon -que acababa de protagonizar
Rocco y sus hermanos a sus órdenes- la posibilidad de conocer a un
artista prestigioso y exigente como el italiano Luchino Visconti. Demasiado
sensible a la belleza, el cineasta y teatrista vio en ellos a los protagonistas
ideales para encarnar a los hermanos incestuosos en su puesta en escena de la
obra Lástima que seas una puta... (Tis Pity She’s a Whore),
del dramaturgo isabelino John Ford. El estreno en el Thétre de París el 29 de
marzo de 1961 fue una prueba de fuego ante todo para ella. Visconti la ayudó
decisivamente a “desembarazarse del estereotipo sensiblero y rematadamente cursi
de ‘jovencita enamorada’ en el que la habían encasillado”. Vestida por Channel,
él reveló el genuino talento de Romina -como le llamaba- en el episodio El
trabajo, del filme en sketches Boccaccio 70 (1961), al confiarle
el personaje de una esposa harta de la monotonía de la vida aristocrática que
impone un peculiar contrato laboral a su marido infiel (el actor cubano Tomás
Milián).
Alain Delon y Romy Schneider en
La piscina (La piscine, 1968), de Jacques Deray
Ella solo aceptaría volver a caracterizar a Elisabeth de
Austria, ese papel cargante del que le costó tanto desembarazarse, cuando
Visconti -quien antes pensó en Romy para un personaje de La caída de los
dioses-, le propuso dirigirla en Ludwig (1972). En la rigurosísima
reconstrucción de la vida del desdichado Luis II de Baviera, la visión
viscontiana de Sissi, por supuesto, carecía de todo edulcoramiento o
idealización: era una persona de carne y hueso, cercana al personaje real de tan
trágico destino. Ludwig terminó por redimirla de la almibarada monarca
que le dio fama en sus inicios.
Aunque Orson Welles intuyó en Romy a la enigmática Leni para
el universo absurdo creado por el genio de Kafka en El proceso (Le
procès, 1962), los ‘niños terribles’ de la nouvelle vague, cada uno con su
musa de turno, prefirieron ignorarla. Mucho más tarde, Claude Chabrol recurriría
a ella para configurar en Manos sucias (Les innocents aux mains
sales, 1974), el retrato de una mujer-objeto enfrentada a un mundo de
hombres.
Su imagen pronto sedujo a los productores estadounidenses y
Carl Foreman le proporcionó asumir fugazmente a una violinista prostituida por
la guerra en Los vencedores (The Victors, 1962). Ese año
encarnó a una heroína chejoviana en La gaviota, montada por Sacha
Pitöeff, su segunda y última incursión en el teatro, mientras que en la
televisión alemana intervino en Lysistrata, de Fritz Kortner, sobre la
pieza de Aristófanes. Otro prominente cineasta, Otto Preminger, la utilizó como
una joven vienesa de buena familia con quien el protagonista tiene un romance en
El cardenal (The Cardinal, 1963). En otro producto anglosajón:
What’s News Pussy Cat? (1964), de Clive Donner, intentó inútilmente
frenar la temprana incontinencia verbal de Woody Allen, después de secundar a
Jack Lemmon en Good Neighbour Sam (1964), dirigida por David Swift. No
trascendió el objeto decorativo en 10:30 p.m. summer (1965), como la
joven amante de Peter Finch, de viaje por España, del realizador Jules
Dassin.
Poseedora de una rara armonía entre su impactante belleza
física y su talento profundamente dramático, resulta imposible olvidar en los
momentos de felicidad o de pena por la muerte de su amante en el accidente
automovilístico de Las cosas de la vida (Les choses de la vie,
1969), realizado por Claude Sautet (1924-2000), que obtuvo el premio Louis
Delluc. “Las cosas de la vida marcó el punto de partida de una nueva
carrera en Francia -declaró Romy Schneider-. Fue un vuelco en mi vida
profesional. Le debo a esta película todo; porque después de actuar en ella los
directores me han visto de otra manera, han confiado en mí”. Sautet, el director
con quien más trabajó, explicó que sintió un “amor a primera vista” desde que la
vio en Sissi. Para él asumió la prostituta refinada a quien un policía
paga sus servicios a cambio de información en El inspector Max (Max
et les ferrailleurs, 1971). A continuación la incluyó en un triángulo
amoroso con Yves Montand y Sami Frey en César y Rosalie (1972).
Temperamento y personalidad fuertes, posibilitan a la actriz
interpretar los caracteres más diversos sin temer su complejidad. Mucho le había
exigido el personaje de Julia, obsesionada con recuperar al hijo que abandonara,
en La ladrona (La voleuse, 1966), del debutante Jean Chapot.
Fue su primera actuación junto a Michel Piccoli, el actor que más la acompañara
en pantalla. Cada interpretación suya es un espléndido recital de sensibilidad e
inteligencia, de dominio de la expresión y sentido del matiz, aún en los papeles
más ingratos. El público latinoamericano admiró la ductilidad de su arte a
través de su labor en una buena parte de sus sesenta filmes, cantidad nada
desdeñable, pues actuaba en dos o tres y hasta cuatro títulos anuales.
Jean-Louis Trintignant y Romy
Schneider en El tren (Le train, 1973), dirigida por Pierre
Granier-Deferre
Según sus declaraciones, el papel más difícil de su
trayectoria fue el de Anna Kupfer en El tren (Le train, 1973),
dirigida por Pierre Granier-Deferre, a partir de la novela homónima de Georges
Simenon. Su amplio registro histriónico, unido a su gran esfuerzo y voluntad por
imponerse al estereotipo, consiguieron que finalmente la conceptuaran como una
actriz dramática en búsqueda de heroínas más humanas, más próximas a la
realidad. Demostró que esto no era incompatible con su belleza inquietante al
aparecer en el desgarrador papel de Nadine Chevalier, actriz de películas
pornográficas, en Lo importante es amar (L’important c’est
d’aimer, 1974), del polaco Andrzej Zulawski. Es una de sus más convincentes
interpretaciones, que le proporcionó el primer premio César, aunque siempre fue
excluida de los palmarés de los festivales más notorios.
Claro de mujer (Clair de femme, 1979),
obra menor en la filmografía de Costa-Gavras, es iluminada solo por su presencia
como Lydia. Pero para quienes la apreciaron antes, resulta imborrable la imagen
de la horrenda muerte de su personaje en La vieja escopeta (Le
vieux fusil, 1975), de Robert Enrico. Un año más tarde ella no vacilaría en
aceptar el pequeño papel de una alcohólica empedernida que le propuso Claude
Sautet en Mado (1976), otra vez junto a Piccoli. Su corta aparición
provocó un sentimiento de culpa en el realizador, quien junto al guionista
Jean-Loup Dabadie escribió especialmente para su lucimiento el ansiado retrato
de una mujer de cuarenta años, bella e independiente. En plena madurez física e
interpretativa, Romy Schneider fue seleccionada la mejor actriz de 1978 en
Francia con su segundo César por esta labor como la Marie de Una historia
simple (Une histoire simple).
“Mis anteriores filmes nos enseñaban el punto de vista de
los hombres. Esta vez son las mujeres las que están en primer plano, los hombres
pasan al segundo”, expresó el realizador preferido de la actriz. Interrogado por
su actriz fetiche, que a su juicio “sobrepasó lo cotidiano”, Sautet respondió:
“Me cuesta dar una definición: no se trata solamente de su belleza, talento y
fuerza espiritual... quizás debo decir que exige y espera mucho de los otros.
Esto le da fuerza y desinterés. Tiene una gran distinción y sabe reflejarla.
Otros personajes brillan con su luz y por esto son más ricos y profundos”. Fue
Margot Santorini, concebida por el escritor Pierre Drieu La Rochelle en Una
mujer en su ventana (Un femme à sa fenêtre, 1976), de
Granier-Deferre. “Nunca fue tan bella y tan espléndida”, escribió un cronista.
No recibió la acogida que ameritaba su caracterización de una mujer en tres
períodos de su vida en Portrait de groupe avec dame (1977), adaptación
de la novela homónima del Nobel Henrich Böll dirigida por el yugoslavo
Aleksandar Petrovic.
Al decidir filmar La banquera (La
banquière, 1980), Francis Girod no dudó un momento en Romy Schneider para
encarnar a la bisexual Emma Eckhert, por tratarse de una cinta construida
alrededor de una personalidad subyugante como la suya. “Me interesaba tratar de
realizar un filme que fuera el ‘suicidio de Sissi’ –declaró-. Romy aborda un
registro muy amplio, muy profundo... Su dimensión dramática es interesante
porque no es afectada y alcanza verdaderamente la grandeza”. Bertrand Tavernier,
que la calificó de “luminosa” al dirigirla en La muerte en directo
(1980) coincide con todos los cineastas que trabajaron con ella, sorprendidos
por su autoexigencia y ese superar su actuación de una toma a la siguiente, sin
escatimar en el número de estas: “Romy Schneider me ayudó mucho. Abordada las
cosas de un modo vibrante, cortante, orgulloso y fuerte, sin compadecerse de sí
misma. Era una actriz que abordaba las emociones de un modo extraordinariamente
moral”.
En su vida privada, no obstante, la imagen de “mimada por la
fortuna” de Romy Schneider era irreal. “Soy una mala actriz en la vida”,
confesó. En 1979 su primer esposo, el frustrado realizador alemán Harry Meyen,
se suicidaba. Ella fue sometida a una delicada intervención quirúrgica dos años
después, de la que convalecía cuando su hijo, David Christopher, de 14 años,
murió en un atroz accidente. Luego sobrevino en 1981 el divorcio de su segundo
esposo, su secretario Daniel Biasini, con quien tuvo una hija: Sarah.
La visitante de Sans-Souci
(La passante de Sans-Souci, 1982), de Jacques Ruffio
Necesitó un férreo coraje para no dejarse arrastrar por el
dolor y la angustia y en esas circunstancias el trabajo constituye para algunos
un sedante, sobre todo para el actor, que puede transmitir de lleno sus
sentimientos a sus personajes. Se entregó por completo a su doble papel de Lina
Baumstein y Elsa Wiener en La visitante de Sans-Souci (La passante
de Sans-Souci, 1982), de Jacques Ruffio. “Con una madurez interpretativa
acorde con su belleza, redondeaba un personaje tremendamente difícil por su
dramatismo sin pasarse un ápice”, escribió un crítico sobre este último filme en
el itinerario de la Schneider.
No pudo incorporarse al plató para protagonizar la versión
de Lulú, sobre la obra homónima de Frank Wedekind, planeada por la
cineasta italiana Liliana Cavani, como tampoco materializar el reencuentro en
pantalla con Alain Delon, ya entonces actor-productor-director. Había pasado
demasiado en muy poco tiempo. Contaba con 43 años -y 58 películas- cuando en la
mañana del sábado 29 de mayo de 1982 fue hallada muerta, a consecuencia de un
paro cardíaco, en su apartamento número 11 de la calle Barbet-de-Jouy, en el
séptimo distrito parisino. Todo indica que se sintió enferma al regreso de una
cena con un grupo de amigos, donde Laurent Petain, su nuevo compañero, la
descubrió inanimada.
Fuentes policiales difundieron que utilizaba tranquilizantes
para dormir. “Vivía permanentemente con el recuerdo de su hijo y con el de su
horrible muerte -rememoró Ives Montand-. Tiene que haber sido extremadamente
duro continuar viviendo”. Su partenaire en César y Rosalie y Clair
de Femme resumió el sentir de sus compañeros que tanto la admiraron y del
público que la amaba mucho más después de esos rudos golpes que la acercaban más
a sus personajes y a la vida de todos: “Se ha ido, dejándonos de ella una imagen
extraordinaria y es en sus filmes donde es verdaderamente prodigiosa. Era
alguien que no hacía trampas nunca, aún en su vida cotidiana”. La causa de una
disfunción cardiaca descartó la hipótesis de suicidio divulgada en un inicio. No
hubo autopsia.
“No podemos dejar de sentir una puñalada en el corazón a la
idea de tan cruel desaparición. Al menos, Romy Schneider persistirá en la
memoria gracias a esa máquina, el cine, que conserva la emoción para largo
tiempo”, opina el obituario publicado en L’Humanité. “El mejor homenaje
que se le puede rendir, el único compatible con el oficio que ella había
escogido, será permitirle que viva mucho tiempo en nosotros mismos, a través de
los papeles que ella marcó con su sello», expresó Jack Lang, Ministro de Cultura
de Francia. “Ella tenía la pasión de que las otras carecen” y que era “una mujer
con tres vidas distintas. Una privada, otra como amiga, cómplice y confidente, y
otra como actriz”, atestiguó Piccoli, en tanto Andrzej Zulawski afirmó: “Tenía
una gran cualidad, era auténtica, incapaz de hacer trampa en nada. Todo en ella
era real. Sus emociones en la pantalla eran las mismas que experimentaba en su
propia vida. El público nunca se engañó”.
Hace treinta años, el séptimo arte perdía uno de los rostros
más fotogénicos jamás filmado por una cámara, para algunos solo comparable al
aura de Louise Brooks o de Marlene Dietrich. Su sensible desaparición física
dejó un vacío difícil de sustituir, uno de los escasos ejemplos de conjugación
de belleza y talento. Sautet declaró: “Nuestro encuentro fue único. Romy será
siempre irremplazable para mí. Actualmente, los papeles principales de mis
historias van a parar a los actores. No puedo pensar en un personaje femenino
central sin tener a Romy, es imposible”.
Actriz de culto, perfeccionista en grado superlativo, el
mito de Romy Schneider se incrementa cada vez más mediante exposiciones
itinerantes, subastas de su correspondencia personal, documentales, múltiples
libros, una obra de teatro, retrospectivas de sus películas... sin olvidar la
dedicatoria por Pedro Almodóvar de Todo sobre mi madre (1999) a esta
mujer que vivió asediada por los fotógrafos y se autodefinió en una oportunidad:
“No soy nada en la vida real, soy todo en la pantalla”.
Tomado de: Catálogo "Romy Schneider. Retrospectiva
homenaje", julio de 2012