La mesa camilla fue, hasta bien entrada la posguerra, el aglutinante de la familia durante el otoño y el invierno, cuando, tras vestirla con enaguas -tal vez por eso se llama mesa camilla-, le colocaban una tarima para poder instalar el brasero de picón que se espabilaba con una badila de cobre y que, en ocasiones, incluso servía para asar castañas en los rescoldos. Como entonces, pese a las penurias, la vida estaba llena de liturgias, la mesa ovalada que ocupaba el centro de la sala de estar se transformaba en camilla a primeros de noviembre, por Todos los Santos, pues para esas fechas el invierno de los sabañones ya lanzaba sus presagios. Era un ritual doméstico, como no quitarse el sayo hasta el cuarenta de mayo, ya que, algunas veces, en junio, nevaba en Sierra Nevada o los Pirineos. A partir del momento en el que la mesa camilla entronizaba las costumbres invernales en los días cada vez más cortos de sol, la vida familiar sufría una transformación y la mesa recubierta tenía nuevas utilizaciones, como jugar a los indios, pues aquel espacio, tan parecido a las tiendas de los campamentos tribales, resultaba que ni pintiparado para albergar a Toro Sentado, que nos llegaba a ofrecer la pipa de la paz en forma de cigarrillos de chocolate. Pero lo normal era que cuando se encendían las luces a la caída de la tarde, los pequeños concluyeran sus tareas escolares y, tras la cena, jugáramos al parchís, a la brisca, a las siete y media, a la oca, al ingenuo pimpirigaña y, mediados los años cuarenta, a un original entretenimiento llamado El Palé, con partidas de larga duración que solían extenderse hasta la hora de dormir, aproximadamente las diez y media. Algunos días, los mayores, con la tía Lola a la cabeza, repasaban por enésima vez la colección de Blanco y Negro que se guardaba en unas estanterías rudimentarias en la torre cubierta que precedía a la azotea.