“Para un partidario de la teoría darwiniana no son tan feos. Son más humanos que un gorila, pero tampoco son Apolos”. Así se refería un articulista de El Universal, el 19 de septiembre de 1891, al describir dos estatuas monumentales que, con motivo del aniversario de la independencia, fueron colocadas a la entrada del Paseo de la Reforma frente a la estatua ecuestre de Carlos IV.
Las estatuas representaban a dos guerreros aztecas -se dijo que eran los reyes Izcóatl y Ahuízotl- y fueron realizadas por el artista Alejandro Casarín. Alcanzaban casi los seis metros de altura y con el tiempo fueron conocidos como los indios verdes debido a que el bronce con que fueron realizados se oxidó.
Desde el momento en que fueron develadas, semejantes esculturas recibieron toda clase de críticas. “De aztecas sólo tiene la macana”, decían los diarios; “las proporciones de los miembros pecan contra las leyes anatómicas”, señalaban otros. Algunos más sugerían que fuesen fundidas para hacer candelabros que pudieran ser utilizados en las oficinas de gobierno.
Pocos periódicos intentaron defender lo que parecía indefendible:
“No nos atrevemos a decir que las referidas estatuas puedan compararse con las obras de Praxiteles y de Fidias -señalaba El Siglo Diez y Nueve en su edición del 29 de septiembre de 1891-, pues aunque no conocemos la Venus ni el Júpiter que tanta fama dio a uno y otro nos figuramos que deben haber sido obras portentosas, y hasta allí no llegan nuestros guerreros. Pero tampoco nos parecen obras tan baladís que deshonren nuestro primer paseo, donde figuran muchos muñequitos que no acreditan grandemente el sentimiento estético nacional”.
Sin embargo, por encima de toda consideración estética, los indios verdes estaban condenados al repudio desde el momento en que Casarín los proyectó en su imaginación. No podía ser de otra forma. El porfiriato se reflejaba en el París de la Belle Époque, y no precisamente en la antigua Tenochtitlan. El arte, la cultura y el crecimiento de los espacios urbanos de la Ciudad de México vivían bajo la influencia francesa.
Con excepción de la estatua de Cuauhtémoc, superior en términos artísticos, era impensable que la Ciudad de México y su principal paseo se llenaran con motivos indígenas, cuando la veneración del pasado prehispánico sólo era posible en las exposiciones universales y en el Museo Nacional, pero no a la vista de la alta sociedad porfiriana que solía pasear por Reforma para evocar los Campos Elíseos.
A pesar de las críticas, los indios verdes permanecieron diez años en el Paseo de la Reforma. En 1901 fueron retirados ante el beneplácito de la sociedad y trasladados a orillas del Canal de la Viga, para terminar abandonados en la avenida Insurgentes Norte, otorgándole su nombre a una estación del Metro.