Durante
casi todo un mes el hombre llevó en el bolsillo una cajita de lata que
contenía tres pastillas. Al preguntársele para qué las tenía,
respondía: «Para el dolor de cabeza», o si no: «Para aliviar la
tensión.»
Día tras día, mientras iba al tribunal donde se
estaba considerando su caso, Donaldo Santos, de Sío Paulo, Brasil,
llevó su cajita en el bolsillo. Cuando por fin el jurado pronunció el
veredicto: «¡Culpable!», Donaldo, sereno y tranquilo, pidió un vaso con
agua, y de un solo sorbo tomó las tres píldoras. Casi en seguida cayó
al suelo. Las pastillas no eran simple aspirina; eran de cianuro.
Donaldo
Santos, de cincuenta y tres años de edad y poseedor de fortuna y
prestigio social, había cometido un delito que lo mandaría a la cárcel
por veinticinco años. De haber sido declarado inocente, nadie jamás
hubiera sabido que las pastillas eran de cianuro. Pero cuando lo
declararon culpable, sus palabras fueron: «Esto es un remedio para
todo.»
Hay hombres que toleran el cometer un delito, y su
conciencia poco o nada les dice. Pueden violar las leyes y los
dictámenes de su conciencia, y seguir como si nada, disfrutando de la
vida. Pero no pueden soportar la pérdida del prestigio social o la de
su holgada posición económica. El delito poco importa. Lo que no
soportan es la pérdida del prestigio y del bienestar.
Ese es
el enorme error de muchos. Por carecer de esa luz roja que se enciende
en el alma cuando hay peligro moral, y que se llama «conciencia»,
siguen adelante con su mal vivir. Viven para el disfrute de la buena
vida, con moral o sin ella, con conciencia limpia o sin ella, y perdida
la buena vida, se suicidan.
Si lo único que nos interesa es
que no se nos descubra, sin importarnos el aspecto moral de nuestra
infracción, tarde o temprano tendremos que responder tanto a la ley
humana como a la divina. El no hacer el mal debe obedecer a esa
inquietud espiritual que todos llevamos dentro, que se llama la ley de
Dios. Y esto no sólo como escape a la justicia humana, sino para vivir
con la conciencia clara y limpia, sabiendo que estamos bien con nuestro
Creador.
Por eso es necesario que arreglemos nuestras
cuentas con Dios. Cristo fue a la cruz para librarnos de todo lo malo y
ofrecernos una vida nueva. El nuevo corazón que Él nos da nos hace
reconocer la importancia de su ley moral. Y cuando nos sometemos a esa
ley divina, a la misma vez nos estamos sometiendo a la ley humana.
Hagamos de Cristo el Señor de todas nuestras acciones.
|