La palabra "lujo" siempre se asoció, espontáneamente, con el exceso, los brillos, los mármoles, la ostentación, la sofisticación, lo exclusivo y, por supuesto, con algo extramadamente caro. Hoy, sin embargo, el lujo no tiene que ver con esta definición. Hoy, son las cosas esenciales de la vida las que han pasado a ser un lujo. Pero, lamentablemente, no siempre podemos o queremos acceder a ese lujo de lo simple, lo auténtico y, por qué no decirlo, de lo verdaderamente humano.
En estos días, resulta verdadero lujo tener tiempo para compartir con nuestros afectos, para hablar con calma y sin agenda con una amiga, para escuchar el silencio de la naturaleza, para "perder" el tiempo en lo que nos dé la gana, para vivir sin apuro...
Sin duda, hoy el tiempo es el verdadero lujo, porque en nuestra era acelerada, de exigencias y actividades, es el bien escaso por excelencia.
Y éste es el error porque, en esencia, la vida es tiempo, y andar escasos de tiempo implica carecer de posibilidades para desarrollar una vida plena y con sentido. Como dice Octavio Paz: "El tiempo no está fuera de nosotros, ni es algo que pasa frente a nuetros ojos como las manecillas de reloj: nosotros somos el tiempo y no son los años sino nosotros los que pasamos".
Pero la buena noticia es que el tiempo es el bien más equitativamente distribuido del mundo: todos tenemos el presente. Lo que debemos decir es a qué y cómo asignarlo.
Crear un sentido de pertenencia y comunidad exige nuestra dedicación, en tiempo y espacio. Amar también es una actividad. Y requiere tiempo. Y el espíritu del amor necesita un hábitat: nuestra alma.
Si podemos reconocer nuestras necesidades más profundas, podemos aprender a satisfacerlas. Son nuestras necesidades básicas de protección, amor, respeto y sentido de uno mismo las que, en armonía, pueden conectarnos con nuestro mundo interior, con los demás, y conventirnos en seres íntegros y felices. Seres verdaderamente habitados.
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