Como cada diciembre, llegan las Fiestas. A muchas nos sorprenden apuradas, preocuadas, agobiadas, automatizadas...Ese modus operandi que arrastramos del año laboral, maternal, académico, o lo que sea, lo ponemos sobre la mesa de Navidad. En algunos casos, hasta nos roba el deseo de armar el pesebre, de pensar en el menú, reunir a la familia y vestirnos para abrir nuestro corazón a la celebración. Ponemos play y que la Nochebuena empiece a rodar. Así, sin más. La vemos desde afuera, sin profundidad ni plenitud. Festejamos por festejar. Festejamos porque HAY que festejar.
Sin embargo, mi deseo y mi propuesta es que, si venimos en cuarta, bajemos la marcha y nos regalemos un tiempo de quietud, de refelexión. Pensemos...Sintamos...Oremos...
La Nochebuena nos recuerda el nacimiento de un niño que, siendo Dios, nos propuso que hagamos la paz en la hermandad y la hermandad en la paz. Que amemos a unos y a otros. Él nos dijo que su llegada era un renacer del amor de Dios en la Tierra. Nuestra tierra. Nuestro hogar.
Por eso, la propuesta para estas celebraciones es que vivamos un profundo renacer en nuestro ser: que hagamos renacer nuestros sueños. Que permitamos a lo sagrado entrar en nuestra casa. Que vivamos la Nochebuena y la Navidad como una oportunidad para renovar esa búsqueda incesante de lo trascendente, de lo infinito y universal. Celebremos estas Fiestas con las espereranza de que llega un tiempo mejor.
Creo, sin ninguna duda, que éste es el momento oportuno para alimentar una nueva fuerza y reemprender con más amor nuestra vida.
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