Primero de año
Le matin, 1 de enero de 1914
-¡Madame , un paquete!
La amiga en cuya casa estoy tomando el té deja sutaza , palmotea y se levanta de un salto:
-¡Qué bien! ¡Otro paquete!
Corta las cuerdecitas, emplea un cortapapeles a guisa de tijeras para abrir la frágil cajita, desata unas cintas , aparta unas virutas de embalaje y descubre, al fin, un florero irisado.
-¡Mira!- exclama friamente -¡ Es un florero!
-Sí, muy lindo. María, pon esto sobre la consola... No , en mi habitación... en fin , en alguna parte, ¡donde tú quieras!
Vuelve a sentarse , coge su taza y hablamos. Pero casi no me escucha porque tiene el oído atento a las llamadas de la campanilla.
Entre navidad y primero de año, continuamente espera el otro paquete, el que no ha llegado aún y sobre el que se lanza cada vez con entusiamo, porque es cada vez más bello, más cerrado, más protegido con cintas y envoltorios y triple cartón.
Yo creo que el gozo de las mujeres , cuando se acerca el primero de enero, se parece menos al de el niño mimado que a la esperanza inquieta del prospector. Su corazón palpita ante la joya cerrada, la golosina o la chuchería misteriosa; pero esto se debe, sobre todo, al obstáculo. ¿Qué "sorpresa" podría asombrarlas? ¿Qué regalo puede superar su esperanza? Una orgullosa y mísera jovencita de París vió cerrarse un día alrededor de su lindo cuello, bajo la rala piel de conejo que le servía de renard, un hilo de perlas finas y apenas supo replicar a las envidiosas camaradas que decían : "¡No sale de su asombro!"
-Es verdad...., ¡de no haberlo tenido antes!
Una réplica así revela , más que ambición , una familiaridad bohemia con la riqueza, con todas las potencias del mundo, y puedo imaginarme bien a la pobrecillas arrojando su collar al Sena, sólo para dejar pasmado al donante.
Mañana, cuando el último mozo de uniforme azul haya recibido su postrera propina, mi amiga empezará a escoger entre sus presentes, y será una elección bastante secreta, en la que que el esnobismo no contará para nada. Y tal vez elegirá precisamente, desafiando la bella copa de jade, esa sencilla burbuja de cristal en la que gira el arco de colores...Si le pregunto, no me dirá la razón; tal vez no querrá hacerlo, o quizá no podría, aunque quisiera. Reirá con un aire un poco infantil, excusándose vagamente: "Pues no sé... Me gusta... Me recuerda cosas pasadas, de cuando era pequeña..."
No insistiré; soltaré una risita no menos tonta que la suya, pensando en la fuerza incomprensible de ciertas tradiciones, de ciertos recuerdos infantiles. Recordaré una edad en la que la sensación sutil carece de palabras, se asusta de su agudeza, se oculta. Jamás olvidaré la desilusión de mis padres cuando les pedí como regalo- tendría yo entonces ocho años- un viejo y pequeño volumen titulado Los doce Césares, un frasquito de mercurio y una manta de viaje atada con correas.¿ Cómo podía hacer comprender a unas personassencillas y maduras que Los doce Césares no era un libro aburrido, sino un pebetero cuyas picadas páginas olían a papel viejo, un poco a manzana, un poco a madera de tuya del armario de puertas con cristales? ,el mercurio, frío y vivo en el hueco de la mano, como una menuda serpiente, era para tocarlo, para verlo desmenuzarse en mil bolitas grises cuando lo aplastabacon la punta del dedo. y la manta de viaje, si me la hubiesen regalado, no se habría separado de sus correas, pues era su doble cinturón de cuero lo único que significaba,para una niña que nunca había salido de su pueblo, viajes, aventuras, peligros y todos los países que están al otro lado del mundo.
No quisiera , efectivamente, que mi amiga se enterase de que ayer caí en la tentación de comprar, en honor de esas "cosas pasadas", y porque era la víspera del 1 de enero, una libra de golosinas baratas y media docena de canicas de cristal enormes, cuyo vidrio vulgar encierra una especie de confite verde y rosa con el que ya no me atrevo a jugar...
Colette
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