La CUARESMA es un camino de cuarenta jornadas.
Y es un símbolo de la vida. Nos viene bien tener un mapa que señale el punto de partida, los pasos que conviene dar, el punto de llegada.
Nos llama a seguir una ruta de abnegación. ¿Con qué cruz he de cargar cada día? La lista quizá no es corta: el dolor, la enfermedad, las carencias materiales, con su especial gravedad en tantos territorios del planeta. O las penalidades de la labor que hay que llevar adelante con fidelidad cada día, labor quizá demasiado pesada, oscura, no bien remunerada, poco reconocida. O pesares que trae la convivencia con las personas del círculo más íntimo y problemas que surgen en la relación con otros ambientes. Otras cruces derivan de la condición de seguidores de Jesús: incomprensión, desprecio, rechazo, quizá incluso agresión, más los riesgos y fracasos en el ejercicio de la misión. Quizá tampoco falten pruebas interiores.
A través de todo esto, la vida de los seguidores, en lugar de malograrse, tiene la misma meta que la del Señor, que va por delante de ellos. El autor del tercer evangelio lo indica, también en el libro de los Hechos, poniendo estas palabras en boca de Pablo: «Hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14,22).
Y, sin embargo, los dos escritos de Lucas rezuman una atmósfera de alegría. Lo confirmaba el propio apóstol Pablo tras el saludo de una de sus cartas: «Dios nos conforta en todas nuestras luchas, para que, gracias al consuelo que recibimos, podamos consolar a los que pasan por cualquier lucha» (2 Cor 1,4).
En la oración de Laudes de este tiempo recitamos la siguiente estrofa: “En tierra extraña peregrinos, / con esperanza caminamos, / que, si arduos son nuestros caminos, / sabemos bien a dónde vamos”. Dichosos nosotros si lo sabemos y si proseguimos la marcha.
Pablo Largo
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Sonrisa
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