“Hay hombres que
luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay otros
que luchan muchos años y son mucho mejores. Pero hay quienes luchan toda la
vida: esos son los imprescindibles”.
Estas palabras de Bertolt Brecht nos
invitan a pensar en lo necesarias que resultan esas personas que todos conocemos
y que parece que nunca se cansan, que siempre están ahí, que siempre tiran hacia
arriba del ambiente en el que están, que son un catalizador de todo lo positivo
de quienes le rodean.
Si nos paramos a pensar, hay bastantes personas que son
así, que han hecho natural en sus vidas esa estabilidad emocional y esa madurez
que les hace acostumbrarse a tirar hacia arriba de los demás, pasando ellos casi
inadvertidos.
Sienten de vez en cuando, como todos, la tentación de dejar de
hacer esa discreta y eficaz labor, se sienten a veces hartos de tener que
escuchar, animar, mediar, conciliar…
Sin embargo, quienes logran hacer todo
eso de modo natural, y pasan a considerar ese esfuerzo como algo ordinario, son
las personas que consiguen crear y mantener un ambiente de trabajo, de
optimismo, de buen entendimiento entre todos.
Son esos hombres o mujeres cuyo
influjo muchas veces no se valora hasta el día en que faltan, y quizá entonces
se ve que su papel era fundamental, que el clima positivo que había a su
alrededor era fruto de que se habían acostumbrado a pensar en los demás, a no
cansarse de ser paño de lágrimas de unos y otros, a decir con cariño y lealtad
lo que se debía mejorar, a relajar la tensión que tantas veces se crea por
simples nimiedades.
Me recuerda también aquella vieja película de Frank Capra
titulada “Qué bello es vivir”, en la que el protagonista está desesperado y a
punto de suicidarse, y un simpático ángel le hace ver lo valiosa que ha sido su
vida y lo mucho que ha repercutido para el bien de muchísimas personas.
Para
demostrárselo, le concede el privilegio de ver lo que hubiese sucedido en la
vida de algunas de ellas si él no hubiera existido y por tanto no hubiera podido
ayudarlas.
Gracias a eso, recupera la alegría de vivir y comprende todo lo
que una existencia normal puede aportar en la vida de tantísima gente.
Todos
podemos incorporar a nuestra vida esa actitud. Porque una palabra amable y
conciliadora es fácil de decir, pero sin embargo, a veces nos cuesta llegar a
pronunciarla.
Nos detiene el cansancio, nos distraen otras preocupaciones,
nos frena un sentimiento de frialdad o de indiferencia egoísta.
Pasamos junto
a personas a las que conocemos pero apenas las miramos a la cara y no reparamos
en que sufren, y en que quizá sufren precisamente porque se sienten ignoradas o
poco valoradas por nosotros.
Bastaría una palabra cordial, un gesto
afectuoso, e inmediatamente algo se despertaría en ellas: una señal de atención
y de cortesía puede ser una ráfaga de aire fresco en lo cerrado de una
existencia castigada en ese momento por la tristeza y el desaliento.
Muchas
veces lo que impide esa buena actitud es nuestra impaciencia ante los defectos
ajenos. Quizá esas personas que tanto nos impacientan tienen objetivamente esos
defectos que tanto nos enfadan, pero si centramos ahí demasiado nuestra atención
eso generará en nosotros una ansiedad que no ayuda nada, ni a ellas ni a
nosotros, y puede acabar en algo parecido a una obsesión.
Además, hay
demasiadas veces en que esos defectos no son tales, sino diferentes y legítimos
modos de ser.
Si somos demasiado quejosos, quizá debemos ganar en reciedumbre
interior y esforzarnos más en ser como esas personas de las que hemos
hablado.