Domingo 27 de noviembre de 2011 |
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A lo largo de la historia
universal los seres humanos han tenido la necesidad de canalizar su violencia
interior apoyando la exhibición de la pelea muchas veces sangrienta entre
animales, entre hombres o entre hombres y animales. Desde los más remotos
tiempos y desde las más antiguas tradiciones nacieron esos combates que eran la
exteriorizaciones de las luchas por la supervivencia más primitiva y básica.
Con el tiempo esos
enfrentamientos tomaron la forma de espectáculos masivos. Celebraciones, fiesta
de las cosechas de los frutos de la tierra, sacrificios a los dioses implorando
por la curación de pestes, el fin de sequías y demás calamidades fueron
convirtiendo esos eventos en un entretenimiento popular.
Los centros del poder vieron lo
eficaces que eran esas exhibiciones para divertir y también para que las masas
sublimaran sus frustraciones y problemas cotidianos en una búsqueda morbosa de
ver el sufrimiento ajeno y olvidar el propio.
Los romanos, con su pan y circo,
crearon deportistas extremos como los gladiadores, muchas veces esclavos que con
su fuerza muscular se trenzaban en peleas a muerte esperando el pulgar favorable
del emperador de turno que, en caso de ser negativo, decretaba la muerte del
perdedor y, a lo mejor, la libertad del vencedor.
Las riñas de gallos, el boxeo y
las corridas de toros se fueron incorporando como deportes no sólo tolerados
sino idolatrados por multitudes. Desde luego que también florecieron y tomaron
las formas de espectáculos deportivos de pura competencia leal, exaltación de
valores nobles, creadores de sentido de equipo y pasión de muchedumbres que
pusieron en esas competiciones y campeonatos mucha adrenalina, y a veces un
orgullo nacional que llevó también a algunos gobiernos dictatoriales a fomentar
esos encuentros para que sirvieran de cortinas de humo que ocultaban excesos y
crímenes de todo tipo.
Como modernos gladiadores los
boxeadores y cracks de fútbol, tenis, béisbol y karate coparon las primeras
planas de diarios y revistas formando una farándula que no esquivó el escándalo,
los amoríos, las drogas y la decadencia que siguieron siendo espectáculo popular
con el morbo de llorar a los ídolos caídos como valor agregado.
Parece que los seres humanos
necesitamos llevar la pelea como una valija que nos acompaña hagamos lo que
hagamos. Peleas familiares, peleas laborales, peleas por política y deporte, por
vanidad, por envidia, por frustraciones, por lo que sea pero peleas al fin.
Pero en este rincón del Sur y en
este nuevo siglo parece que, arrastrados por la fiebre mundial mezcla de
tecnología mal usada, tweets indiscretos y violatorios de todo derecho a la
intimidad y malversaciones del viejo y querido arte de la actuación, la vida se
ha convertido en un reality permanente y con fronteras imprecisas que hacen que
todo parezca mentira aunque sea verdad.
La pelea ha tomado dimensiones
grotescas y en algunos casos siniestras. Parte de nuestra televisión ha hecho
del insulto y la agresión física un espectáculo que, por ahora, no ha llegado a
la barbarie del circo romano, pero que para el grado de civilización al que mal
o bien ha llegado nuestro mundo surcado por la violencia, la indignación
ciudadana a nivel global y la decadencia y manoseo de virtudes de convivencia,
suena gratuito y patético.
Gente que en notas y reportajes
expresa su preocupación por la delincuencia, la violencia y la inseguridad,
llegando a exigir mano dura con los transgresores, no vacila en pegarse,
cachetearse, agredirse e insultarse en cámara con un total desprecio por las más
mínimas reglas de educación, denigrando al otro y muchas veces a sí mismos.
Y tampoco vacilan en justificar
semejantes disparates con el argumento de estoy haciendo un acting. O son una
interpretación de un personaje que no está escrito por un autor para hacerlo en
una ficción, sino que es una cara de la supuesta celebridad hecha para tener un
perfil propio -si se trata de personas que tienen una trayectoria de años en el
show- o para conseguir salir del anonimato -si son recién llegados-.
Para los que hemos elegido el
camino de la actuación como un placer para nosotros y para los demás no es
aceptable revivir sangrientos combates de circo romano y, por lo tanto, no
confundimos violencia y estupidez con actuación.