13 de mayo 2012
Gemma Cánovas es psicóloga clínica y psicoanalista y autora
del libro El oficio de ser madre, y brinda algunas respuestas ante un vínculo
que tiene dos etapas marcadas. Los primeros conflictos en la relación madre-hija
se producen en la primera infancia, de tres a cinco años, y una segunda parte en
la pubertad-adolescencia.
Ambos períodos se caracterizan por el protagonismo de la diferenciación de la
niña de su madre. Es decir, son momentos de construcción de la propia identidad,
y así, son fases en las cuales existe una gran vulnerabilidad emocional,
especialmente, en la adolescencia. En una etapa de la vida en la cual la
construcción de la identidad se encuentra en pleno desarrollo, la búsqueda de
reconocimiento y aprobación de los padres es fundamental. Los adolescentes
encuentran en ellos el parámetro que los reafirma, los contiene y así, depende
de los límites imprescindibles para no hacerse daño física y emocionalmente.
Entonces, en el marco de una etapa decisiva para conformar la psiquis de una
niña, ¿qué ocurre puntualmente con la relación con su madre?“
“Muchos choques entre madre-hija tienen un componente psicológico y social,
la madre ve reflejada en la hija su propio ideal y existe el riesgo de que la
madre quiera reparar a través de la hija ciertos conflictos propios y así, la
hija responde en base a ciertas expectativas conscientes e inconscientes frente
a ello', explica Cánovas.
Terri Apter, psicóloga social de la Universidad de Cambridge y autora del
libro “En realidad no me conocés” explica que los conflictos entre las
adolescentes y sus madres forman parte de una pregunta que todas las hijas se
hicieron con respecto a su madre en algún momento: “¿Cómo puedo hacer para que
mamá vea cómo soy o cómo quiero ser”.
Es decir, hasta la adolescencia las niñas encontraban en su mamá un
referente, un ideal y un espejo que les devolvía su propia imagen. En cambio,
cuando comienzan a construir su propia identidad se inicia el quiebre de este
vínculo basado en la igualdad. La escisión se manifiesta a través del conflicto
ya que ellas todavía no han conseguido conciliar con el cambio. Así, la ansiedad
y la angustia suelen ser los sentimientos que protagonizan esta etapa.
Por su parte, la socióloga Alicia Kauffman, en declaraciones al diario ABC,
advierte sobre la importancia de la madre durante la adolescencia. El poder que
detenta en su rol puede ser perjudicial y contraproducente en esta construcción
de la identidad. “La madre puede decidir un determinado porvenir. Decía Simone
de Beauvoir en su definición de la edad que “la adultez es la niñez inflada por
la edad”, y el papel de la madre es dar herramientas a los hijos para crecer
mental y emocionalmente, aunque a veces las dimensiones biológicas y emocionales
suelen no coincidir. El gran placer de las madres que con tesón y paciencia
realizaron esta tarea es ver que sus hijas viven sus propias vidas y no la
proyección de la suya frustrada“.
La socióloga define la relación entre madres e hijas como un vínculo que
constituye la base de todas las relaciones porque es una de las más apasionadas
y viscerales en la vida de las mujeres. “La relación con la madre obliga a la
hija a afrontar cuestiones fundamentales sobre quién es, quién quiere ser y cómo
se relaciona con los demás. Es un vínculo muy cargado emocionalmente, dado que
combina una intensa conexión con una implacable lucha por el poder, sobre todo a
partir de la adolescencia, y tiene mucha importancia a lo largo de toda la vida
de cualquier mujer”, explica.
En este sentido, las hijas se encuentran en un enorme estado de
vulnerabilidad frente a sus madres. La intensidad de la relación puede tomar
grandes dimensiones durante la adolescencia y si quien es adulto no ha resuelto
sus propios problemas de identidad, las consecuencias las pagan los hijos.
Kauffman divide a las madres en dos grandes grupos. El primero es el de las
“madres saludables”, mujeres que se han constituto con adultas sanas
emocionalmente que “dejan crecer y volar a los hijos y se alegran con su éxito“
; y luego está el de la madre con problemas que tampoco tuvo una madre que supo
ayudarle, “de donde surge una relación tremebunda de rivalidad, absorción,
demandas. En esta categoría está la madre invasora, la narcisista, la
culpabilizadora, la competidora que no acepta que la hija florece y ella
envejece”.
Resolver antes de rivalizar. Tener una autoestima sana y no proyectar en los
hijos las frustraciones propias. Poner límites, sin miedos de ejercer el rol de
un verdadero adulto. Algunas de las claves para que la relación entre madres e
hijas sea un vehículo para la construcción de identidad y no obstáculo para la
felicidad presente y futura.
Eugenia Plano – www.vidapositiva.com
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