La
mayoría de las personas estaban poco dispuestas a trabajar en campos a lo largo
del Atlántico. Temían las horribles tempestades que barrían aquella región y que
hacían estragos en las construcciones y las plantaciones. Buscando nuevos
empleados, no encontraba a nadie que quisiera aceptar. Finalmente, un hombre
bajo y delgado, y de mediana edad, se aproximó al hacendado.
- '¿Usted es un buen labrador?' -le preguntó el hacendado.
- 'Bueno, yo puedo dormir cuando el viento sopla...' -le respondió el pequeño
hombre.
Aunque bastante confundido con la respuesta el hacendado, desesperado por
ayuda, lo empleó. Este pequeño hombre trabajó bien en todo el campo,
manteniéndose ocupado desde el amanecer hasta el anochecer. El hacendado estaba
satisfecho con el trabajo del hombre. Pero entonces, una noche el viento sopló
ruidosamente. El hacendado saltó de la cama, agarró una lámpara y corrió hasta
el alojamiento del empleado. Sacudió al pequeño hombre y le gritó:
- '¡Levántate! ¡Una tempestad está llegando! ¡Amarra las cosas antes que sean
arrastradas!'
El hombre se dio vuelta en la cama y le dijo firmemente:
- 'No, señor. Ya se lo dije: yo puedo dormir cuando el viento sopla.'
Enfurecido por la respuesta, el hacendado estuvo tentado a despedirlo
inmediatamente. En vez de eso, se apresuró a salir y preparar el terreno para la
tempestad. Del empleado se ocuparía después.
Pero, para su asombro, encontró que todas las pacas de heno habían sido
cubiertas con lonas firmemente atadas al suelo. Las vacas estaban bien
protegidas en el granero, los pollos en el gallinero, y todas las puertas muy
bien trabadas. Las ventanas bien cerradas y aseguradas. Todo estaba amarrado.
Nada podría ser arrastrado.
El hacendado entonces entendió lo que su empleado le había querido decir. Y
retornó a su cama para también dormir cuando el viento soplaba.