De un amor que pasó, como un paisaje visto del tren, cuando se va de viaje; de un romance de un mes, en un cobijo del llano, una mujer me dejó un hijo.
Ella murió, y abrieron una fosa, y allí metieron el residuo humano, y una cúpula azul sobre una losa fue el mausoleo: el cielo sobre el llano.
Y me dejó un pequeño así de grande
y como flor de harina,
con unos ojos como para un sueño y el laberinto de su lengua china.
Yo vine de muy lejos para verle. Tenía las pestañas muy largas; me miró fijamente y me mostró la lengua bajo la calva encía,
con una picardía de granuja que dice:
“Qué me verá esta gente?”
Tuvo hambre.
Yo anduve de covacha en covacha comprándole su leche al niño ajeno; cada vez que encontraba una muchacha, con cierta gula le miraba el seno.
Había seis mujeres:
eran cinco doncellas y una vieja arrugada; eran diez pechos para los placeres y dos que no servían para nada.
Pasé por el corral y hallé en la puerta la vaca blanca y su ternera muerta. Y se vino hacia mí la vaca blanca, una estrella en la frente y una cruz en el anca…
Mi niño era de nieve;
su ternera, de armiño; por su ternera, yo le di mi niño.
Y era aquel despertar por la mañana, cuando rompía el sueño el mugir de la vaca en la ventana, y el breve ordeñador iba al ordeño.
Y aquella boca en el pezón colgante, y aquel mirar de vaca, mansamente, y después, él delante del testuz, y la vaca le lamía la frente.
Hoy le enterramos.
Vino la fiebre, y en dos días se me fue. En el camino he encontrado la vaca; por la tierra albariza se acercaba a lo lejos su dolor de nodriza…
Los dos nos arrimamos, y se puso a mirarme; en la frente dolida se le avivó el lucero, y sus remotos ojos parecían hablarme del dolor que le daba de perder mi ternero.
Y la nodriza y todo cuanto del llano tuve, se me quedó en el llano…
La vaca me miraba…, me miraba de un modo, que yo sentí la angustia de tenderle la mano…