Estera una vez una viejita que tenía una sandilla. “Sandillas” grandes de tierra negra. Un día por ahí, se vieron Tío Coyote y Tío Conejo, y como estaba madurando el sandillal, se concertaron para merendárselo. Tío Conejo cuidaba un rato y Tío Conejo comía, y así, al revés. Pero la viejita que estaba encariñada con su campito de frutas todos los días renegaba: “¡Bandidos, ladrones, me las van a pagar!”
El domingo, la viejita al salir de misa se fue donde el señor Obispo y le dijo:
— ¡Señor Obispo, le voy a mandar de regalo una gran sandillota; la más rica!
Y el señor Obispo la bendijo.
Pero Tío Conejo estaba en el patio robándose unas lechugas y oyó a la viejita y ay nomás salió en carrera donde Tío Coyote:
— Tío Coyote, vamos a hacerle una buena pasada a esta vieja renegona.
Y se fueron hablando.
A poquito llegó la viejita y ellos se escondieron detrás de unas matas. Y la viejita fue tanteando todas las sandillas, una por una:
— ¡Esta es la más hermosa! La voy a cuidar para el señor Obispo y pa que estos bandidos ladrones de fruta no la vean, la voy a poner bajo estas hojitas de plátano.
Tío Coyote y Tío Conejo se estaban riendo y se volvían a ver. Y cuando se fue la viejita se fijaron dónde estaba la sandía y diario la iban a ver y la tanteaban.
Bueno, pues; pasaron sus días y ya estaba bien madura la sandía. ¡Grande y hermosa, bien aseada!
Y entonces Tío Conejo le abrió un hoyito y con la pata le fueron sacando y se fueron comiendo todo el corazón hasta que la dejaron vacía como calabazo. Y después se cargaron los dos dentro de la sandía y la volvieron a tapar dejándola a como estaba, bien disimulada.
Al día siguiente llegó la viejita:
— ¡Qué buena sandilla! ¡Qué buen regalo para el señor Obispo!
Y fue a traer su rebozo y corló la sandía y se fue ligerita donde el señor Obispo.
— ¡Aquí le traigo este regalito, mi padrecito!
— ¡Muchas gracias, mijita, Dios te lo pague!
Y cuando llegó la hora del almuerzo el señor Obispo le dijo al Sacristán:
— Andá traeme un cuchillo grande bien filoso, pues yo mismo quiero partir esta sandilla tan hermosa.
Y ya se puso a partirla. Y pega el brinco. ¡Qué susto! ¡Estaba repleta de ñaña!
— ¡Buff!, dijo el Obispo, y la aventó de un lado. ¡Esta vieja puerca ahora verá!
Y mandó al sacristán que se la fuera a llamar.
La viejita llegó muy alegre, corriendo. “Esto es que el señor Obispo me quiere agradecer con algún regalo”, pensaba. Pero llegando, el señor Obispo estaba furioso y le dio una gran regañada y le enseño la ñaña de la sandilla y le dijo que se iba a ir al infierno por irrespetuosa.
Y se volvió triste. Y le iba echando maldiciones al que le hubiese hecho la trastada.
— Me las paga el que sea, dijo. Y puso a la entrada de la huerta un muñeco de breya (brea).
El tío Conejo, que es fachento, llegó ese día al frutal y vio el muñeco que le cortaba el paso:
— ¿Ideay, hombré? ¡Quitate de ahí o te quito!
Como el muñeco se quedó callado ay nomás le dio un trompón y se quedó pegada la mano en la breya.
— ¡Soltame o te pego!, le dijo Tío Conejo.
Y como el muñeco se quedó callado, le deja ir otro trompón y se pega de las dos manos.
— ¡Si no me soltás te pateo!
Y le da una patada y se pega de las dos patas.
Ya arrecho Tío Conejo porque estaba forcejeando para soltarse, dice otra vez:
— Si no me soltás, bandido, te pego un panzazo.
¡Y ónde le iba a responder el muñeco! Entonces— ¡Pas!— le da con la barriga y se pega todito.
En eso llega la vieja.
— ¡Ajá! ¡Conque vos sos, conejo bandido, el que me has hecho tantas carajadas! ¡Vas a ver!
Y cogió una red y lo encerró. Y Tío Conejo veía que la vieja prendía las brasas de la cocina y ponía a calentar el asador al fuego.
Cuando en eso pasó por allí Tío Coyote. Entonces Tío Conejo apenas lo vio, le dijo:
¡Adiós, Tío Coyote! ¡Venga para acá!
Tío Coyote se le arrimó.
— ¿Qué estás haciendo encerrado ahí?
— Pues estoy esperando una gallina que me están cocinando. ¿No quiere acompañarme?
— Bueno, Tío Conejo.
— Entre por aquí entonces, Tío Coyote, le dijo Tío Conejo.
Y Tío Coyote por de fuera abrió la red y en lo que se iba metiendo, el Conejo salió en carrera. Ya estaba llegando la vieja cuando éso. Y traía un gran asador bien caliente, rojo.
— ¡Ahora verá ese cagón si no me las paga todas!
— Conque tenés tus mañas. ¡Velo al bandido!, ¡ya se hizo coyote! ¡Pero a mí nadie me engaña!
Y le mete el asador entre el culo. ¡Nunca había brincado tanto Tío Coyote! Y sale disparado pegando gritos y dándose contra los palos. Y ahí bajo de una mata estaba viendo todo Tío Conejo, y cuando pasó chiflado Tío Coyote, Tío Conejo, muerto de risa, le gritaba:
¡Adiós Tío Coyote, culo quemado! ¡Adiós tío Coyote, culo quemado!
II
A pues otra vez, se encontraron Tío Coyote y Tío Conejo a la orilla de un zapotal.
— Vamos a comer zapotes, Tío Coyote, le dijo Tío Conejo.
Pero Tío Coyote ya andaba roncero. Tenía hambre. Pero maliciaba del Tío Conejo.
— ¡Vamos, hombre! ¡Hay que ser resuelto, están toditos maduros y vea qué ricos!
— ¡Vamos, pues!, le dijo al fin Tío Coyote.
— Entonces, como usté no puede subirse a los palos, se queda abajo, y yo me subo arriba y se los voy aventando.
Y así fue: Tío Conejo ligerito se encaramó a un zapote bien cargado. Allí cortó los más maduros y se los comió.
— Ahora le toca, Tío Coyote. ¡Abra la boca que ahí le va uno bien maduro!
Y en diciendo eso cortó un zapote celeque, bien duro de tan verde y se lo voló. El Tío Coyote, creído, abrió la bocota esperándolo suave y madurito. Y ¡país! Le cayó pesado y le quebró toditos los dientes.
¡Qué carrera otra vez la del Tío Coyote, con todo el hocico golpeado y sin dientes! Y Tío Conejo, muerto de risa, le gritaba desde arriba del palo:
— ¡Adiós Tío Coyote, dientes quebrados, culo quemado!
III
Allá, al tiempo se volvieron a encontrar en un camino Tío Coyote y Tío Conejo. Se traían hambre y mucha sed. Y ya era bien noche y estaba llenando la Luna.
Como al rato se toparon con una poza. El agua estaba muy sincera y delgada y reflejaba la Luna. Y ay nomás bebieron.
¡Truclús!, ¡truclús!, ¡truclús!...
En eso le dice tío Conejo:
— ¿Tío Coyote, quiere que comamos queso?
— Pues, claro, le dijo Tío Coyote.
— Aytá en el fondo el queso, ¿que no lo ve? Y le enseñó la luna bajo el agua.
— Ujú. Y es grande, le contestó Tío Coyote.
— Pues bebamos el agua entre los dos hasta que sequemos la poza.
— Y ya se ponen a beber. Pero el bandido del Tío Conejo hacía como que bebía y no tragaba.
— No baja la poza, Tío Conejo, dijo al rato Tío Coyote.
— ¡Jesús, Tío Coyote! Para comer hay que trabajar.
Y siguieron bebiendo. Y el Tío Coyote tragaba mientras que Tío Conejo sólo arrimaba la trompa al agua, de puro bandido.
Ya al rato Tío Coyote estaba panzón y le dijo al Tío Conejo:
— ¡Ya no aguanto!
— ¡No sea inútil, Tío Coyote! ¡Véame a mí qué serenito estoy!
— Sí, Tío Conejo, pero es que siento que me está saliendo el agua por el culo.
— No tenga cuidado. Eso se remedia muy fácilmente...
Y en un milpal seco que estaba al lado, recogió un olote y se lo zampó en el culo.
Y siguieron bebiendo... pero el zángano del Tío Conejo nada que bebía. Y el pobre Tío Coyote, tru-cús, tru-cús, ya casi se desmayaba.
— Oiga, Tío Conejo. Francamente ya no aguanto. Siento que se me sale el agua por las orejas.
Corrió el Tío Conejo a una colmena que se tenía cerca y le tapió con cera los oídos. Y el bandido hizo como que seguía bebiendo.
Y el Tío Coyote por no darse por vencido siguió bebiendo y bebiendo.
Y de repente —¡ploff!— se reventó. Y cayó muerto.
¡Pobre Coyote!