Hierve la pista bajo el sol, y en la arena dejan su huella dos tenistas con la voracidad de dos caníbales. Rafael Nadal (6-3, 6-2 y 6-1 a Andy Murray) y Novak Djokovic (6-3, 6-3, 3-6 y 6-3 a Gulbis) jugarán el domingo en la final de Roland Garros el partido de los partidos (15.00). Es el número uno contra el número dos del mundo. Es el español buscando igualar los 14 títulos de Pete Pistol Sampras, lo que le permitiría empatar con el estadounidense como el segundo tenista con más trofeos grandes (Roger Federer tiene 17). Es el serbio aspirando a completar el Grand Slam, la conquista de las cuatro Copas de la máxima categoría (París es la única que le falta). Y son los dos jugándose a un partido el número uno del mundo: quien levante los brazos se sentará desde el próximo lunes en el trono.
"He jugado mi mejor tenis del año en Roland Garros", dice Nadal tras borrar a Murray de la central. "Es increíble volver a jugar la final, muy emotivo [es la novena]. Es un sueño", añade. "Me enfrento a un rival fantástico", cierra.
Antes, un partido que acuna a Nadal antes de la batalla. El número uno llega a las semifinales con la espalda vendada, el revés entre interrogantes y un fiero contrario enfrente. Este es Andy Murray, doble campeón de grandes, defensor de imprevisibles contraataques. Este es el número ocho mundial, que hace quince días le dominaba 4-2 en la manga decisiva de los cuartos del Masters 1.000 de Roma. El cruce refleja a la perfección cuánto ha cambiado Nadal en el breve espacio de dos semanas. Su drive marca el partido igual que un rayo deja su sello en un árbol seco. Como si estuviera hecha de fuego, su pelota destruye las defensas de Murray, que solo gana tres puntos en los tres primeros juegos, pierde su primer servicio, y en diez minutos ya se ve 0-3. Nunca se pone a la par del español, que se pasa todo el encuentro mirando por el retrovisor, tan por delante como para sentirse liberado de cualquier cadena y protagonizar su mejor día al saque de todo el torneo.
Murray se desangra por su drive, el golpe que le separa de los mejores sobre tierra batida. No tiene pulmones para la batalla. Con casi cinco horas más de juego que su contrario cuando comienza el pulso, pronto se siente en inferioridad, superado por tierra, mar y aire. “No legs!”, grita a los cuatro vientos, negando la existencias de sus piernas, que nunca le acompañan ni le llevan hasta donde quiere. El campeón de 13 grandes jamás le abre la puerta, nunca le ofrece razones para la esperanza, no deja que salte la más mínima chispa con la que Murray pueda encender el fuego que impulse una de sus famosas y frecuentes remontadas.
El número uno no afronta ni una sola bola de break. Para cuando es oficial que luchará por la Copa, sabe que llega a la final con solo un set perdido, por los dos de Nole; pisando con paso seguro tras la peor gira de arcilla de su carrera (solo un título en primavera) y con las piernas frescas para la batalla. Eso le espera en la final. Una guerra. Djokovic, que ante Gulbis penó más por el calor (26 grados) que por el contrario, exigirá hasta la última gota de sudor. Nadal, en su novena final, se cobrará el tributo de cada gramo de energía, de fuerza y aliento. Cada punto ganado les restará años de vida, porque se enfrentan los dos mejores defensores y los dos mejores competidores del planeta. Está en juego Roland Garros, la historia y mucho de lo que pase en lo que queda de 2014. Es una final titánica entre los dos mejores tenistas que hoy pisan la tierra.