Jesús enseñó que el reino de Dios está en cada persona. En el centro de mi ser resplandece una chispa de divinidad que nunca puede extinguirse. Con Dios como el arquitecto de mi ser, irrefutablemente soy uno con mi creador, lo Infinito.
Si olvido la verdad de quien soy, puede que comience a actuar de maneras que no reflejan mi naturaleza divina. Así que me extiendo gracia y amor a mí mismo. Utilizo el poder de la oración para dirigir mis pensamientos a la verdad espiritual que habla de mi origen divino. Gracias al Espíritu morador, recuerdo mis cualidades innatas de paz, amor y gozo. Me perdono, porque aunque mi humanidad es imperfecta, mi espíritu es perfectamente divino.
Hay también un cuerpo y un Espíritu, … el cual está por encima de todos, actúa por medio de todos, y está en todos.—Efesios 4:4, 6
Tengo una fe interna que se profundiza más cada día.
El cambio puede ser desconcertante y tal vez requiera hacer ajustes en mi vida. Lo que me apoya al enfrentar lo desconocido es mi fe. No hay nada que temer cuando la vida me presenta un desafío. Tengo fe en que todo lo que necesito ya mora en mí. Mi fe ha crecido con cada situación que he superado en mi vida. Dios nunca me abandonará ni me decepcionará. Sólo tengo que estar consciente de Su presencia en mí.
Cada momento en el que oro o medito profundiza mi fe. No existe nada que no pueda manejar si lo enfoco con fe. Cuando me aferro a la verdad que soy un ser espiritual, mi resolución es fortalecida. Mi fe profunda en el espíritu divino en mí aclara y da sentido a mi día.
Al oír esto Jesús, se quedó admirado y dijo a los que lo seguían: “De cierto les digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe”.—Mateo 8:10