Si lucho por perdonar, recuerdo el ejemplo de Jesús, quien le pidió a Dios que perdonara a quienes lo estaban crucificando. Si siento un dolor demasiado grande como para perdonar, afirmo que, en la Verdad, el amor de Dios está destinado a todos, sin importar lo que hayamos hecho. Recuerdo que el perdón es un proceso, y soy gentil y paciente conmigo mismo.

Practico el autoperdón y recuerdo que según la naturaleza humana somos menos tolerantes con nosotros mismos que con los demás. El amor de Dios sana todo dolor y me ayuda a perdonar a personas, experiencias y situaciones.

Nada está más allá de mi capacidad de perdonar porque, en Dios, nada es imperdonable. Mientras practico el perdón, dejo ir por completo.

Tal vez no sepa lo que guarda el futuro. Puede haber aspectos de mi vida que me gustaría mejorar, o quizá me sienta abatido o descorazonado pensando en una situación que todavía no se ha solucionado. Sin importar las circunstancias en mi vida, sé que Dios está en todo y en todos. Esta seguridad interna es fe.

Mi fe me proporciona confianza en la totalidad de Dios, a pesar de las condiciones del mundo que me causen preocupación. Pienso en los seguidores de Jesús después de la crucifixión, pero antes del amanecer del tercer día, qué sombrío debe haberles parecido el mundo. No sabían qué ocurriría el día siguiente, mas su fe los sostuvo.

Hoy miro más allá de lo que me preocupa y, con fe, afirmo salud, paz, prosperidad y amor, todos los aspectos del ser espiritual que son mi herencia divina.

En la tarde del día de la resurrección, sin ser reconocido, Jesús se acercó a dos de sus seguidores según ellos iban de Jerusalén hacia Emaús. Luego de haber aceptado la invitación para quedarse a cenar con ellos, Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se los dio. “En ese momento, se les abrieron los ojos, y lo reconocieron; pero él desapareció de su vista”.

Más tarde, los dos seguidores de Jesús les dijeron a los demás cómo el Cristo resucitado se les apareció como una presencia viviente, y que lo habían reconocido cuando partió el pan. La Pascua de Resurrección celebra al Cristo resucitado, una presencia inmortal libre de toda limitación, que espera ser reconocida en cada persona y vida. Reconozco a Cristo en mi familia, mis amigos y en mi comunidad.

Cualesquiera que sean los desafíos que enfrente en mi vida, no pueden desanimarme cuando recuerdo que Dios mora en mí. Elijo verme como una expresión perfecta de mi naturaleza divina. Verdaderamente, nada puede impedir mi salud. Si me siento desanimado, recuerdo que tengo todo en mí para experimentar curación.

Afirmo que yo soy uno con lo Divino. Suelto toda inquietud y permito que el poder sanador de Dios obre en mí. Las apariencias externas no me abaten ni me hacen dudar. Continúo viéndome a mí mismo sano y perfecto. Siento gratitud por el regalo de la vida. Al orar envió pensamientos de vida y agradecimiento a mi cuerpo y mi mente. ¡Mantengo mi fe firme en que puedo sanar!

Puede que me olvide de dar gracias por las bendiciones en mi vida porque ocurren con tanta frecuencia que las doy por sentadas. Hoy imagino cómo sería mi vida sin mis bendiciones y seres queridos. Seguro que extrañaría las bendiciones de Dios y el cariño de mis seres queridos. Me propongo expresar mi gratitud y decirles a las personas que me han mostrado su apoyo lo que significan para mí.

Hoy recuerdo la importancia de dar gracias. Me propongo ser una bendición cada vez que tenga la oportunidad de ayudar a alguien. Cuando somos amables lo hacemos partiendo del amor de Dios. Ser bondadosos no requiere de mayor cosa; dar una tarjeta o hacer una llamada alegrará el día de alguien. Actos cordiales y sinceros iluminan nuestras vidas.

En este Día de la Tierra, tomo tiempo para reconocer mi responsabilidad con este planeta que es mi hogar. La abundancia de Dios está por doquier. La plenitud del reino vegetal nos sustenta y su belleza nos brinda gozo. Admiro las montañas, el trinar de los pájaros, la magnificencia de los océanos, lagos y ríos.

Compartimos este copioso reino con animales majestuosos. Todo me habla del amor y el cuidado del Creador —todo es parte de mí, así como soy parte del todo. Somos uno. Mis ojos están abiertos a la unidad de toda la vida. Acepto plenamente, con facilidad y gracia, mi papel como guarda de la Tierra. Me importa mi entorno, mas no solo por mi bien, sino por el de todos los que habitan este hermoso planeta. Cuido de él pensando en las generaciones futuras.

A veces me siento abatido por retos familiares, ciertos objetivos personales que parecen inalcanzables, u otras circunstancias que me preocupan. ¿Cómo puedo estar libre de estrés si estoy haciendo malabarismos con mis responsabilidades y metas?

No puedo ignorar las promesas que he hecho a los demás y a mí mismo. Mas recuerdo que no estoy solo. Acallo mi mente y, pacientemente, presto atención a la voz apacible y delicada y sigo su guía. Yo soy empoderado por el Espíritu morador para tomar las mejores decisiones para el mayor bien de todos.

El don del libre albedrío me permite decidir qué hacer, y cómo y cuándo hacerlo. Respiro profundamente, siento mi unidad con Dios, y sé que todo lo que necesito hacer se hará. Me siento libre.

Lo primero que hago al despertar es decir “gracias, Dios”. Luego de decir mis oraciones de gratitud, me pregunto cuál es mi intención para el día ante mí. Puede que decida aprovechar cada oportunidad para irradiar amor al mundo, no importa de qué manera. Recuerdo las palabras del escritor y orador Dr. Wayne Dyer: “Nuestras intenciones crean nuestra realidad”.

Cuando establezco la meta de ser bondadoso, puede que me encuentre con personas y situaciones que claman por amor de una manera retadora. De ser así, tomo tiempo para recordar mi intención. Consciente de que Dios es amor, aprovecho el momento para ser una expresión de Su amor. Al centrarme en el amor divino, demuestro bondad y doy gracias nuevamente por ser un canal de la benignidad divina.

Con tanta lucha y discordia en el mundo hoy en día, la oración es una bendición poderosa para el bienestar de la humanidad. Cada persona tiene la oportunidad y la responsabilidad de hacer que el mundo sea un lugar mejor. Cuando reconocemos la presencia y el poder de Dios en nuestras mentes y nuestros corazones, comenzamos a expresar más plenamente nuestra naturaleza espiritual en el mundo.

Contemplo mis pensamientos e intenciones en oración para acceder a una conciencia superior de paz, alegría y abundancia. Los pensamientos se vuelven oraciones cuando uso el pensamiento intencional para crear una mejor visión del mundo. Mi mente se alinea más completamente con lo Divino y cumplo con mi propósito compartiendo mis dones únicos.

El Evangelio de Juan nos cuenta que Jesús resucitó a su amigo Lázaro, quien había muerto hacía cuatro días. Jesús clamó: “¡Lázaro, sal de ahí!” Su amigo salió de la tumba con las manos y los pies atados con vendas y la cara envuelta en un sudario. Jesús entonces les dijo a los que estaban allí: “Quítenle las vendas”.

Incluso después de una resurrección espiritual, puede que me sienta atado, como Lázaro, por pensamientos, ideas, emociones o hábitos que previenen mi libertad total. Gracias a mi facultad de eliminación, suelto las emociones negativas, disuelvo los pensamientos errados y me libero de hábitos o actitudes que no fomentan mi mayor bien. Yo soy libre y no tengo ataduras.

Me comprometo a cuidar de mis pensamientos, palabras y acciones. Noto las áreas en donde necesito mejorar. Comienzo por estar más consciente de mis juicios. Perdono más fácilmente las faltas y errores percibidos, incluyendo los míos.

Determino vivir la vida con emoción, intención y deleite. Reconozco lo bueno en cada persona. Decido hacer un viaje interno para expandir mi comprensión de mi naturaleza espiritual. Me comprometo a explorar mi Ser Mayor. Permito que mi naturaleza divina guíe todo lo que pienso, digo y hago. Cada paso en mi camino de exploración propia es un paso que me lleva a expresar quien soy. Valoro la perspectiva que otros brindan a la experiencia de vida que compartimos.

Cuando no estoy plenamente presente, mi atención se dispersa. Mas cuando estoy plenamente presente, me siento conectado con mi entorno. Como conscientemente, escucho con un corazón abierto y tomo decisiones sabias. En estos momentos de conexión, me siento fuerte, capaz, apacible y empoderado. Reconozco el valor de mantener una mente centrada y el papel que ésta juega en mi vida.

Tengo presente permanecer atento a mi verdadera naturaleza como creación divina. Me alineo con la presencia y el poder de Dios que están disponibles para mí como una sabiduría infinita en mi corazón. Mi vida se siente tan valiosa y preciosa como un inmenso tesoro cuando vivo en un estado de presencia.

Pocas cosas son más emocionantes que esperar algo nuevo y anhelado. Recuerdo momentos de expectativa: el comienzo de una relación personal, el nacimiento de un bebé o prepararme para comprar una casa. La expectativa suscitó energía y alegría en mí.

Mi vínculo con Dios mantiene vivo ese sentimiento de anticipación gozosa y me ayuda a esperar solo el bien en mi vida y en las vidas de las personas por quienes oro. Tengo presente que yo soy una creación divina dotada de sabiduría, determinación y fortaleza. Tengo fe en que estoy siendo guiado y bendecido, y que cosas buenas llegan a mi vida.

¡Qué emocionante es acordar con Dios para disfrutar de esta experiencia que llamamos vida!