A mis domingos les hace falta alguien que libere mis demonios
Los domingos son un desfile de almas perdidas.
El sol abrasador no perdona y las calles se llenan
de sombras que buscan refugio en cualquier rincón.
Yo, me arrastro por la ciudad con la resaca de la noche anterior,
el ron aún quemándome la garganta y los recuerdos
de cuerpos sudorosos y promesas vacías.
Cada domingo es igual. Me despierto solo, con el eco
de mis propios pensamientos resonando en mi cabeza.
Los demonios que llevo dentro se agitan, hambrientos,
buscando una salida. Necesito a alguien que los libere,
alguien que entienda la oscuridad que me consume
y que no tenga miedo de enfrentarse a ella.
Salgo a la calle, buscando.
Las mujeres pasan, algunas me miran
con desdén, otras con curiosidad.
Pero ninguna se detiene.
Ninguna se atreve a acercarse a este hombre roto,
a este poeta maldito que solo sabe escribir sobre la miseria y el deseo.
Encuentro un bar abierto,
uno de esos lugares donde el tiempo parece haberse detenido.
Me siento en la barra y pido otro trago.
El barman me mira con ojos cansados,
como si ya hubiera visto demasiados hombres como yo.
Le devuelvo la mirada y levanto mi vaso en un brindis silencioso.
Entonces, ella entra. Una mujer con ojos de fuego
y una sonrisa que promete tanto dolor como placer.
Se sienta a mi lado sin decir una palabra,
y en ese momento sé que ha venido a liberar mis demonios.
Nos miramos,
y en sus ojos veo un reflejo de mi propia desesperación.
No hablamos mucho. No hace falta.
Sus manos encuentran las mías y juntos nos sumergimos
en un torbellino de pasión y furia.
En su abrazo, mis demonios encuentran su libertad,
y por un momento, solo por un momento, me siento vivo.
Pero los domingos siempre terminan,
y con ellos, la ilusión de redención.
Ella se va, dejándome solo una vez más,
con mis demonios ahora libres,
pero más hambrientos que nunca.
Y yo, vuelvo a mi soledad,
esperando el próximo domingo,
esperando a la próxima mujer que se atreva
a liberar mis demonios.
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