Un joven ya no daba más con sus problemas.
Cayó de rodillas y rezando, dijo:
“Señor, no puedo seguir. Mi cruz es demasiado pesada”.
Dios, como siempre, acudió y le contestó:
“Hijo mío, si no puedes llevar el peso de tu cruz,
guárdala dentro de esa habitación,
después abre esa puerta y escoge la cruz que tu quieres”.
El joven suspiró aliviado. “Gracias señor”,
dijo, e hizo lo que le había dicho.
Al entrar, vio muchas cruces,
algunas tan grandes que no podía ver la parte de arriba.
Al fondo, vio una pequeña apoyada en un extremo de la pared.
“Señor”, susurró, “Quisiera esa que está allá”, dijo señalando.
Y Dios le contestó: “Hijo mío, esa es la cruz que acabas de dejar”.
Autor Desconocido