Habia una vez un huerto lleno de hortalizas, arboles frutales y toda clase de plantas.
Como todos los huertos, tenia mucha frescura y agrado, por eso daba gusto sentarse a la sombra de cualquier arbol a contemplar todo aquel verdor y a escuchar el canto de los pájaros.
Pero de pronto, un buen día, empezaron a nacer unas cebollas muy especiales.
Cada una tenía un color diferente: rojo, amarillo, naranja, morado...
El caso es que los colores eran irisados, deslumbrantes, centelleantes, como el color de una sonrisa o el color de un bonito recuerdo.
Después de sesudas investigaciones sobre la causa de aquel misterioso resplandor, resultó que cada cebolla tenia dentro, en el mismo corazón (porque también las cebollas tienen su propio corazón), una piedra preciosa.
Esta tenia un topacio, la otra un aguamarina, aquella lapizlázuli, la de más allá una esmeralda...
¡Una verdadera maravilla!
Pero por una incomprensible razón, se empezó a decir que aquello era peligroso, intolerable, inadecuado y hasta vergonzoso.
Total, que las bellísimas cebollas tuvieron que empezar a esconcer su piedra preciosa e íntima con capas y mas capas, cada vez más oscuras y feas, para disimular como eran por dentro.
Hasta que empezaron a convertirse en unas cebollas de lo más vulgar.
Pasó entonces por allí un sabio, al que le gustaba sentarse a la sombra del huerto y sabía tanto que entendía el lenguaje de las cebollas, y empezó a preguntarles una por una:
- ¿Por qué no eres por fuera como eres por dentro?
Y ellas iban respondiendo:
-Me obligaron a ser así...
-Me fueron poniendo capas... incluso yo me puse algunas para que no me dijeran nada.
Algunas cebollas tenían hasta diez capas, y ya ni se acordaban de por qué se pusieron las primeras capas.
El sabio se echó a llorar. Y cuando la gente lo vió llorando, pensó que llorar ante las cebollas era propio de personas muy inteligentes.
Por eso todo el mundo sigue llorando cuando una cebolla nos abre su corazón.
Y así será hasta el fin del mundo...
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