La piel, página de papel para escribir caricias.
La piel, partitura para interpretar
la música de los besos.
La necesidad del otro surge del propio yo,
de su identidad y de su complementariedad.
La piel, lo que une y lo que separa,
el límite físico del ser.
Lo que posibilita el abrazo, lo que
hace que estemos cerca,
incluso íntimamente unidos;
o lo que pone barreras y
diferencia el espacio que ocupamos.
La bolsa que contiene la materia
que nos vive y que poblamos,
la esencia que nos mueve.
La superficie eterna
que poseemos cada día, millones
de kilómetros de poros y
folículos que convierten nuestro
cuerpo en valles y llanuras,
en bosques y desoladas planicies;
pero sobre todo en el espacio
cóncavo-convexo, vacío que completa la
energía en su breve unión, el yin y el yan.
Lo que se convierte en canon de
belleza o de repulsa según
tengamos el día, la época,
el espejo o la compañía.
Tu piel, la piel del otro, que es más mía,
más nuestra porque la
complementa en su esencia y en
su disfrute. El placer,
la calidez, la ternura, la tranquilidad
que proporciona
a todo ser humano sentir cerca a
otro cuerpo humano.
La piel que miro, que toco,
que disfruto o que sufro
( sobre todo por su ausencia)
no es la mía (que siempre va conmigo);
es la del otro, la que crea el vacío.
Tú, que eres el otro, que eres la otra: tú piel .
El celofán biológico, transparente y bello,
que nos protege,
que evita que nos desbordemos,
que nuestra agua salada,
de besos y lágrimas, se desparrame.
Ángela Ibáñez)