EL DÍA QUE CASI NO HUBO MÁS VERANO

Esa tarde Verónica, en sus oficinas junto al Mar del Sur, entró en crisis y, barriendo con su delicado brazo todos los papeles de organización de temporada estival que había sobre su escritorio, escondió el rostro entre sus manos crispadas.

Susana Weingast. Desesperación

Los números habían superado al Hada del Verano. Ya no recordaba siquiera la cantidad de muertos en accidentes de tránsito viajando a la playas, había perdido el control de las agresiones en la arena -nunca había aceptado más de un treinta por ciento-, la moda topp-less que había logrado imponer este año en la últimas ciudades balnearias del Sur que aún se resistían, en lugar de liberar y hacer felices a las bañistas se habían revertido, por las noches, en brutales abusos sexuales de muchachones embotados por la droga.

Alejandro Martínez Peña. Descuajeringados de Verano

Y todo había llegado a su colmo cuando su anciano secretario le presentó las cifras de niños que habían padecido quemaduras por los rayos solares no filtrados por el agujero de ozono ¡estaba desesperada!

En medio de los sollozos entrecortados que agitaban su cuerpo, tomó una determinación. Suspendería el estío ¡terminaría definitivamente con esa temporada, tanto en el Sur como en el Norte!

Carmen Peralta - Verano

Se irguió con la mirada fría, terrible, vacía de sus ojos verde mar: ¡nunca más habría verano!

Cuando el pobre hombre oyó eso, conociéndola, quedó aterrado. No se engañaba al pensar que, sin el turismo veraniego, la economía mundial entraría en la mayor crisis de la historia.

Los miles de millones invertidos en el Sur -sin contar con las inversiones ya efectuadas en el Hemisferio Norte para agosto próximo- se perderían irremediablemente y, a la quiebra de miles de empresarios seguiría la ruina de un mundo de familias que dependían de ellas. Pero, aunque Verónica parecía ser interesada en el dinero, él bien sabía que, ante el horror de ese principio de estación, eso no la haría cambiar de opinión.

Y echó mano al único recurso que se le ocurrió como tal vez -solo tal vez- efectivo, ante la inminencia de una determinación tan terrible y apresurada. Con la excusa de buscar papel para imprimir el fatal decreto fue a su oficina, en un lateral de la de su jefa, y por su teléfono móvil llamó a Aníbal, el padre de las Estaciones, y lo informó de la terrible noticia.

Aníbal lo escuchó desolado. A esa altura de enero era apenas un niño ¡si lo hubiera llamado apenas diez días antes, cuanto todavía era el anciano año saliente...! Pero Aníbal amaba a Verónica, como a sus tres hijos restantes, Otto, Ives y Prímula. Y el amor, cuando es auténtico, permite conocer al ser amado con la más certera de las facultades: la intuición.

Siguiendo las instrucciones de Aníbal, el fiel secretario entró en la soleada oficina de Verónica. Ella gemía, desmoronada sobre su escritorio bajo un inmenso póster de las playas de Copacabana.

Con su mano rugosa, el hombre le acarició el cabello rubio como los rayos del sol del verano.

   -Perdone, Verónica- dijo con voz cariñosa -Ha surgido una Emergencia.

Bien sabía que Verónica todo lo abandonaba ante esa palabra terrible. Y, efectivamente, aunque en forma maquinal, ella se puso de pie para acudir en auxilio de lo que fuere que sucediera en ese momento que merecía tal terrible calificativo.

Guiada como una autómata por el diligente anciano se dejó llevar a una pequeña playa de la Costa Atlántica.

Con ojos fatigados buscó el evento capaz de que su secretario la distrajera en el momento en que iba a tomar la determinación más importante de su vida, ya que, sin verano, ella no tendría razón de existir y se diluiría en el éter de las hadas.

Y ahí, delante de ella, vio un niño llorando.

La escena la conmovió hasta el punto de hacerle olvidar todo.

Frente al niño, un castillo de arena lucía sus extraordinarias torres, muros y fosos. Un inmenso balón de hule, de colores, reposaba a su lado.

Verónica lo tomó entre sus brazos, conmovida trató inútilmente de aplacar el remolino de los cabellos rebeldes de esa cabecita nueva y, con tiernas frases, obtuvo que el niño le confiara su pena.

   -Mañana...- gimió el pequeño -mañana termina el verano...

Verónica no llegó a escuchar las siguientes palabras del niño: su papá debía regresar al trabajo.

   -No- tomó ella el pequeño rostro entre sus manos -Mientras yo viva, el Verano continuará, este año, y el otro, y el otro...

   -¿Es verdad?- se iluminaron los ojitos celestes del niño.

   -Te lo juro ante la Laguna Estigia- pronunció el juramento más solemne de las hadas -Aunque miles de personas quieran hacer del verano un infierno, ahí estaré para que sea el recuerdo más hermoso de tu infancia.

El niño desapareció entonces de sus brazos y ella se preguntó cómo no había reconocido, en ese rostro, a su padre.

Pero, sonrió, ya era tarde. El muy taimado Año Nuevo la había hecho jurar.

Con un suspiro miró al viejo secretario.

   -No se qué haría sin ti, hombre- le dijo -Pero ahora sí que vamos a tener trabajo- se levantó, decidida, dirigiéndose al gabinete donde se calibran los rayos solares, murmurando -Alguna solución debe haber...

(c) bi J.L.D. Argentina 23-12-2009