Esta crónica fue escrita el 7 de junio de 2004, de regreso de España, luego de haber visitado el Teatro Museo Dalí, en Figueres, una ciudad próxima a Barcelona. Se me ocurrió reeditarla del fondo de los recuerdos y compartirla con ustedes.
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No logro aún desprenderme de la impresión que me dejó el Teatro Museo Dalí, en Figueres.
Ese gran loco, marchand y creador que fue Salvador Dalí
dejó en esa obra –porque ese museo es una gran obra única y así hay que verlo– toda su genialidad. Si el surrealismo es ingresar en la realidad de los ensueños, uno, efectivamente, entrando allí penetra en un subconsciente. Construido a modo de "circus",
poco a poco, al adentrarse por los pasillos con sus tintas, sus pasteles, sus obras pequeñas, se arriba a salas que pueden ir desde la mística
hasta la carnalidad
más profundas.
No hay estilo ni técnica a su alcance que no haya utilizado.
Salas versallescas con frescos de techo,
mármoles y cuadros de exquisito gusto; rincones donde lucen obras de los plásticos que a él más le gustaban –allí el Greco o dibujantes italianos preindustriales...–, en el contexto que ocupaban en su mente; salas con un dormitorio decorado entre una nariz y unos labios gigantes avanzan hacia la locura;
cuadros que, mediante espejos, se ven en tridimensión ¡hologramas! él pintando a Gala, su mujer
allí, encerrados en un cilindro de cristal esmerilado ¡presentes, vivos…!
Uno sale a respirar a un patio lateral, necesita reencontrarse con la realidad (¿con cuál realidad? es el planteo), y allí un árbol crece en una rejilla rota que no conduce a ningún foso.
Uno sabe que ya no está en el inconsciente estético del creador, sino en su propia subjetividad oculta. Ya, desde el ayer, el genio ha logrado su objetivo: esa obra no podía existir sin quien la viera, por eso la pensó (¿dije bien? debí decir la soñó) como un teatro.
Y uno se zambulle nuevamente en el delirio. Y las líneas de tinta, como cordones muy delgados, huyen de los cuadros y envuelven, anudándose.
Atrapan.
Y el que está ahí, en un detalle de ese fresco mural, es Lincoln, austero en su monástica solemnidad presidencial, pero está entre las piernas y caderas casi obscenas, si no carnales y naturales, de una mujer,
y se sigue por los pasillos para, desde otro ángulo lejano, volver a mirar el mismo fresco e, inmenso, ver el rostro de Lincoln, austero en su monástica solemnidad presidencial, en el que no hay rastros siquiera de esa figura de mujer.
Nada de lo que está más allá del yo sale de allí indemne. Uno ha reído, soñado, delirado…
Y uno huye.
Está transido por el temor de, en caso de quedar en el lugar un instante más, deformarse y pasar a ser otra figura de esa irrealidad real (o realidad irreal) soñada por un ser que, en sí, uno ha amado, odiado, despreciado, admirado… ¡por qué no! uno ha envidiado.
El tren de Figueres a Barcelona no es un ámbito de realidad (¿cuál realidad?) suficiente para regresar al sistema de vida cotidiano, tras esa experiencia –no visita– que es haber transitado el Teatro Museo Dalí.
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Un fuerte abrazo
Jove