III
No volvió a retumbar en la montaña el grito del titán retando al cielo; ni temblaron las nubes, ni los astros detuvieron su vuelo para mirar la bárbara batalla; ni el negro Ponto amotinó sus ondas crispado y convulsivo, para arrancar de su prisión eterna al gigante cautivo.
Reinó la soledad en la alta cumbre, que habitó el huracán encadenado, y descendió el Araxa gemebundo con torpe pesadumbre, a arrastrarse callado en la llanura, como del alma en el profundo cauce desatan en silencio los recuerdos sus ondas de amargura.
¡Siempre el gigante en vela! El cielo era la página sombría en que al débil fulgor de las estrellas las misteriosas sílabas leía de su destino fiero; y el errante cometa, que en la lejana cumbre aparecía, su torvo y taciturno mensajero.
De vez en cuando oía como ruido levísimo de espumas en las inquietas algas detenidas; como el roce ligero de fantásticas plumas que tocaban su sien calenturienta, murmullo blando de hojas, de un árbol invisible desprendidas después de la tormenta.
No eran rayos de luna, ni jirones de niebla desgarrados por el aire liviano: era el coro armonioso de las gentiles hijas del Océano, que a la luz del crepúsculo salían de sus grutas azules, y en torno del titán encadenado los húmedos cabellos sacudían.
"No duermas, Prometeo", al pasar a su oído murmuraban, desatando en su alma las ansias infinitas del deseo. "¡No duermas! que el Olimpo se estremece con inquietud extraña, y truenan los abismos, como truena el volcán en la montaña!"
Prometeo velaba, fijo el ojo en las lóbregas esferas que como enormes olas palpitaban, y atento al ruido sordo que las brisas del valle le traían, el ruido de las razas que hormigueaban del Cáucaso en las negras madrigueras.
|