Se ha demostrado por expertos en el
comportamiento, que los seres humanos somos muy propensos a construir nuestra
vida en base a creencias que tenemos de lo que en ella va a pasar, y no en lo
que decidimos y queremos que nos acontezca.
Así por ejemplo, si creemos finalmente que nos
va a ocurrir un accidente o a sobrevenir una enfermedad, lo más seguro es que
nos suceda, porque las profecías que sobre nosotros mismos hacemos, de alguna
forma se cumplirán.
Son esos decretos que hacemos sobre nuestra vida
los que luego fatalmente se realizan, porque nuestras predicciones sobre ellos
nos condenan luego a tener que vivirlos, y desafortunadamente la mayoria de
ellos son siempre pesimistas y negativos.
Ojalá pudieramos hacer decretos sobre nosotros
que en lugar de empequeñecernos y lastimarnos, nos engrandecieran.
Debiera haber decretos por los que todos
tuvieramos que sonreir siempre, aún ante la adversidad. Estar enojados es tan
esteril, como inutil y desgastante.
Debiera haber decretos que impidieran que las
personas se casaran con quienes no aman.
Debiera haber alguien que decretara como
obligatoria la alegria de vivir, para que nadie tuviera sólo que
sobrevivir.
Debiera haber decretos para eliminar de nuestra
vida y para siempre el odio y el resentimiento.
Porque si hubiera alguien que pudiera decretar
que está prohibida la contaminación ambiental, tanto como la social, el mundo
sería más respirable.
Si hubiera un decreto para que todos
persiguieramos juntos y tenazmente la felicidad no habria tanto sufrimiento,
aunque muchos desertaran en el camino.
Si alguien decretara que las guerras son una
necedad y no deberian existir; que la incomunicación es una forma lenta de morir
y que la solemnidad no es menos ridicula que el mismo ridiculo mismo, tal vez
sufririamos menos.
Si hubiera un decreto sobre la inutilidad de
acumular tanto, porque al fin y al cabo no podremos un dia llevarlo con
nosotros, tal vez compartiríamos más; si se decretara que la inclusión es
semejante a un abrazo cálido, tal vez seríamos más efusivos y si se nos dijera
que se vale llorar sin perder la hombria, tal vez habria menos estrés y angustia
en el mundo.
Debiera haber decretos para que nadie estuviera
jamás solo, para que todo trabajo requiriera primero que nada a una persona y
luego a un profesionista eficiente; que los niños nunca dejaran de serlo
interiormente, porque es sólo su inocencia lo que redime la ceguera del adulto y
que todo anciano, en lugar de ser marginado fuera declarado patrimonio de la
humanidad, como las ciudades antiguas y sus monumentos.
Debiera haber quien decretara que nadie debe
pasar sólo las navidades; que se planeara menos y se viviera más el momento; que
el hombre reinventara el tiempo y eliminara la prisa y que todos deberíamos
tomar lecciones para disfrutar la belleza y no sólo vibrar emocionados ante el
oro que deslumbra pero no ilumina.
Si todos esos decretos existieran y fueran
respetados, sin duda el mundo sería diferente. Si esos decretos se cumplieran
tal vez no seriamos perfectos, pero seriamos mejores; Dios sería la guia del
hombre y no sólo el dinero y la vanidad; nos quejaríamos menos y amaríamos más,
reconoceriamos en los demás a nuestros hermanos; nuestros padres serían nuestros
héroes más preciados y los abuelos nuestros más caros tesoros y
encontraríamos finalmente el sentido de nuestra vida.
Cada uno de nosotros sabe que esos decretos
existen y están ahi, esperando para ser realizados en plenitud por la libertad
humana. Porque lo sabemos bien, sólo el hombre es capaz de inventarse a sí
mismo, es su propio contructor o el cómplice de su destino.
Podrá pues decretar para sí lo que quiera, el
éxito o la mediocridad; la felicidad o la infelicidad, el amor o el olvido o
finalmente su gloria o su holocausto.
Rubén Núñez de Cáceres
de su libro Para Aprender la
Vida