El cuerpo nos avisa de muchas maneras sus limitaciones cuando excedemos su capacidad de trabajo y cuando vivimos sometidos continuamente a emociones violentas.
Las personas que viven en estas condiciones pueden sentir cansancio, agitación, palpitaciones, arritmias, taquicardias, mareos, calambres, dolores varios, disfunciones orgánicas, ataques al corazón, etc.; y está en ellas poner atención a estas señales o ignorarlas.
Es inútil que consulten al médico por sus dolencias ocasionales, porque no hay remedio que pueda curarles el estrés, si antes no cambian su forma de vida.
Es necesario hacer introspección, o sea volverse sobre uno mismo y evaluar qué es lo que estamos haciendo o cuál es nuestro comportamiento frente a determinados hechos que nos hacen perder el equilibrio.
Cada conducta nos mostrará si estamos o no respetando las limitaciones que tiene nuestro cuerpo; porque la vida agitada, las múltiples ocupaciones, los apuros, las tensiones, las discusiones, la falta de control emocional, la irritabilidad, los enojos, las obsesiones, el perfeccionismo, los planes rígidos, las agendas llenas y las altas expectativas sobre nosotros mismos; pueden estar matándonos sin darnos cuenta.
El cuerpo y la mente necesitan una vida ordenada y calma para vivir con una salud perfecta, pero no se trata de evitar situaciones que muchas veces es ineludible enfrentar, sino de adoptar una actitud diferente frente a ellas.
No son los problemas los que nos enferman o matan sino la forma en que vivimos los problemas, la dificultad para asumir los cambios y la imposibilidad de renunciar a nuestra propia imagen por otra, que no nos enferme y nos permita seguir viviendo.
Las expectativas de vida han aumentado en casi todo el mundo civilizado, sin embargo, el ser humano vive aún mucho menos tiempo de lo que su cuerpo podría hacerlo en buenas condiciones de salud, teniendo en cuenta el avance de la ciencia y el mejoramiento general de las condiciones de vida.
Algunos científicos creen que los sistemas vitales de los seres humanos les permiten vivir ciento ochenta años, si no se tienen en cuenta condiciones que atentan contra la salud, como por ejemplo, el estrés, las autoexigencias desmedidas, las fallas de carácter, las emociones violentas, las epidemias, la contaminación, las intoxicaciones, o el consumo de drogas.
No sólo nos afectan las experiencias que tenemos que vivir y que elegimos, sino también la amenaza de tener que vivirlas, porque ésta genera el mismo miedo, la misma tensión y sentimiento de riesgo que las propias vivencias.
La mayoría de nosotros no nos darnos cuenta del daño que le causamos el cuerpo con nuestra forma de vida; porque si tuviéramos conciencia, cambiaríamos.
Cambiar es difícil, porque exige renunciar a a la imagen de uno mismo y al mismo tiempo ser capaz de ser otro distinto, con otros planes y otros proyectos, y otro sentido de la vida.
Pero cuando el cuerpo ya no acompaña nuestros proyectos y se niega a responder frente a las exigencias, es necesario cambiarlos por otros nuevos más acordes a nuestras posibilidades y estar dispuestos a enfrentar nuevos desafíos.
Los antiguos proyectos no valen nada si estamos muertos, de modo que es necesario tomar la decisión de cambiarlos para poder disfrutar de ellos en vida.
No somos nada en este mundo sin el cuerpo, sin embargo muchas veces olvidamos la importancia de esta realidad que nos limita pero que si la respetamos, nos permite realizar el resto de nuestro inagotable potencial.
Toda muerte es un suicidio, porque cada uno muere de la misma forma en que ha vivido, movido por patrones de comportamiento que no ha sido capaz de cambiar cuando fue necesario. Con la manera de morir su biografía cobra sentido, porque es sólo en el momento de la muerte cuando su esencia se define.