Cómo nos ingeniábamos para atrapar a los animales del bosque.
Señuelos, silbatos, trampas, rejas, canastos tejidos en las caídas de agua para atrapar los peces.
Éramos chicos felices en medio de una naturaleza fértil y con riquezas naturales por todo el bosque.
Una de mis habilidades favoritas, era la de colocar trampas en el bosque.
Con cuidado investigaba los caminos de los conejos, las liebres, los coipos o los zorros y, una vez convencido de su hábitat, montaba y disimulaba las trampas en el camino.
Luego, al otro día, tomaba mi bicicleta, y me internaba por los senderitos del bosque a revisar mi trabajo.
Un día, ¡qué fastidio! La cadena de mi bicicleta se cayó de sus engranajes; la coloqué y luego volvió a caer. Entonces molesto, volví a montarla en la punta del engranaje y dí una vuelta con fuerza al pedal para que se instalara completamente, pero, sea por mi apuro, por mi ira, o porque Dios quería darme una lección, mis dedos no alcanzaron a salir y ahí quedé con los dientes del engranaje enterrados en mis falanges. Mi bici era de freno al pedal, no podía volverla atrás, estaba solo, y mi única esperanza era dar una vuelta completa para liberar mis dedos en la otra punta. Así lo hice. Los pedazos de carne, quedaron entre los engranajes y la cadena.
Mis huesos quedaron a la vista y, entonces pensé en los animalitos que yo cazaba con tanta alegría. Nunca más coloqué una trampa. Yo experimenté en carne propia el dolor, supe lo que ellos sufrían y tuve compasión de ellos.
(De mi correo)