¿Hay realmente una verdadera que pueda expresar la compleja,
ambigua y contradictoria condición humana?.
Siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo,
pues hay en él algo trágico, quizás hasta sagrado
y, a la vez, horrendo y vergonzoso.
Siempre llevamos una máscara, que nunca es la misma, sino,
cambia para cada uno de los lugares que tenemos asignados en la vida:
la del profesor, la del amante, la del intelectual,
la del héroe, la del hermano cariñoso.
Pero ¿qué máscara nos ponemos o qué máscara
nos queda cuando estamos en soledad,
cuando creemos que nadie nos observa, nos controla,
nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca?.
Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está,
entonces, frente a la Divinidad o, por lo menos,
ante su propia e implacable conciencia.
¡Cuántas lágrimas hay detrás de la máscara!
¡Cuánto más podría el hombre llegar al encuentro con el otro hombre
si nos acercáramos los unos a los otros como necesitados que somos,
en lugar de figurarnos fuertes!.
Si dejáramos de mostrarnos autosuficientes y nos atreviéramos a reconocer
la gran necesidad del otro que tenemos para seguir viviendo,
como muertos de sed que somos en verdad
¡cuánto mal podría ser evitado!.