Mi hija cumplía quince años y le organizamos la fiesta en un salón para que invitara a todos sus amigos. Esa noche, a medida que iban llegando, se acomodaban en el lugar asignado y enseguida abrían sus celulares y se ponían a conversar por medio de mensajes de texto, o a jugar con esos aparatitos maravillosos entre mensaje y mensaje.
Era muy tierno verlos concentrados cada uno en la pantalla de sus sobrios y negros aparatos, como especificaba la invitación “elegante sport y celulares negros”. Qué grandes están todos, pensar que los conozco desde que hablaban entre ellos. Todavía les recuerdo la voz, algunos no me creen que cuando eran chicos hablaban y se miraban a los ojos. Yo no los corregía, claro; “ya van a crecer y van a aprender solos a no hablar”, pensaba.
Cuando llegó el momento del baile, cada uno conectó los auriculares a su celular, eligió la carpeta de canciones que más le gustaba y entró a la pista. Daba la sensación de que todos estaban bailando el mismo tema. La entrada de mi hija fue apoteótica, exultante de emoción. Sus amigos se desesperaban por ser los primeros en hacerle llegar su texto de felicitaciones, moviendo a toda velocidad sus pulgares. Algunos, los más previsores, ya tenían el mensaje preparado y lo único que debían hacer era apretar “ok”. El teléfono de mi hija no paraba de vibrar y como era imposible leerlos todos, guardó algunos para más tarde. Me acerqué a ella y sin darme cuenta le dije:
- Feliz cumpleaños, hijita.
Ella me miró horrorizada y se apartó de mí. Preocupada, fui tras ella y le pregunté si le pasaba algo, si había hecho algo que la incomodara. Tomó el celular y me mandó un mensaje de texto:
- M kres avrgnzar frnte a ms amgs? Hcme fvor, pra q stn ls tlfnos?
No tuve más remedio que abrir el mío y mandarle mis felicitaciones
- prdon, fliz cmplños, hjta. T am. Mama.