¿Quién te dijo que los demás siempre son más felices o capaces que vos?
¿Quién te dijo que la culpa de todo siempre es tuya?
¿Quién te dijo que sos el encargado de que los otros sean felices y que su infelicidad siempre es tu responsabilidad?
¿Quién te dijo que todos habrían de quererte?
¿Quién te dijo que este mundo alguna vez te iba a tratar con justicia a cada instante?
¿Quién te dijo que la gente vive pendiente de vos?
¿Quién te dijo que los acontecimientos siempre terminan igualando tus expectativas previas?
¿Quién te dijo que tu jefe habría de brindarte reconocimiento?
¿Quién te dijo…?
A varios de estos interrogantes podríamos responder con un “No, nadie me lo dijo. Además sería una locura pretender que todo esto sucediera”.
Muy bien, ¡cuánta inteligencia al afirmar esto último!
Ahora bien, ¿entonces por qué nos comportamos como si esto debiera suceder todo el tiempo?
Porque si tenemos claro que los hechos no habrán de desencadenarse de acuerdo a nuestras expectativas, no nos enojaríamos cuando algo se dio de otro modo.
Porque si no todo depende de nosotros, no sufriríamos ante la indiferencia de los demás hacia nuestras vidas. Nuestro jefe no estaría en deuda por no halagarnos. La mala cara del prójimo no siempre estaría vinculada con lo que hemos hecho.
Porque si hemos entendido que no es sano compararnos, no perderíamos un segundo de nuestro valiosísimo tiempo realizando tablas comparativas sobre cuánto quieren a los demás y cuántos nos quieren a nosotros, o cuánto poseen los otros en relación a nuestras pertenencias.
Tal vez…, quizá…, en una de esas…, sea hora de cotejar nuestras reacciones con nuestras creencias. Podría llegar a ser posible que alguien, vaya a saber quién, nos convenció de algo que no nos está haciendo bien.
Puede ser que haya llegada la hora de revisar nuestras verdaderas y más profundas creencias. Si es así, construyamos una forma de pensar la vida más vinculada al bienestar, menos centrada en nuestro ombligo y, por sobre todas las cosas, más humilde.