A ese gato negro callejero, la gente del barrio
lo conocía por el nombre de Andaluz. ¿Por qué? Nadie lo sabía. El caso es que Andaluz, que era un gato bastante viejo,
grande de cuerpo y con muchas cicatrices,
se paseaba por las veredas del barrio,
como si él, fuera dueño de todo... Y no había perro, por fuerte que ladrara,
que consiguiera hacerlo correr un centímetro de
donde estuviera parado, sentado o echado. Porque Andaluz no le tenía miedo a nada ni a nadie. De noche, se lo solía ver recortado contra la luna, cuando la había,
caminando sobre las cornisas, allá en lo alto de los edificios. Algunos viejos vecinos del barrio, aseguraban que a Andaluz
solamente le quedaba una vida, las otras seis ya las había perdido. Una, atropellado por un automóvil. Otra en una caída desde la terraza del edificio más alto del barrio. La tercera, encerrado en una bolsa arrojada al río. La cuarta, envenenado por el carnicero de la esquina,
cansado de que le robara trozos de carne. La quinta, peleando contra tres perros de policía. Y la sexta, de una extraña enfermedad que
suele darles a los gatos callejeros. Por eso debe ser, que las mamás siempre advierten sus chicos,
de no tocar animales de la calle que pueden estar enfermos. Pero el caso es que Andaluz, todavía estaba vivo y se paseaba
muy orondo por el barrio, mirando desafiante
a cuanto perro le ladrara. Que no eran pocos. Trataba con desprecio a los gatos caseros, esos que reciben mimos
y siempre tienen su comidita servida en platos que llevan
su nombre y se la pasan echados cerca del calor de las estufas. Pero aunque no estaba insatisfecho con su vida y amaba
la libertad, en el fondo de su corazón deseaba ser
amigo de un niño y jugar con él. Especialmente de Paquito, un chico tímido, muy callado,
que vivía en una pequeña casita con su papá y su mamá. Pero con Paquito ocurría lo mismo que con casi todo el mundo. Cuando el chico lo veía, cruzaba de vereda,
o hacía cualquier maniobra para evitar al gato. Y Andaluz sabía muy bien porqué. A Paquito le habían enseñado que los gatos negros
traen mala suerte y que no hay que cruzarse con ellos.
A menos que no se pueda hacer otra cosa. Lo que hicieran los demás a Andaluz no le importaba.
Pero que Paquito, justamente él, lo eludiera,
le dolía muchísimo en su corazón de gato callejero. Porque Andaluz estaba seguro que de ninguna manera
le traería mala suerte a Paquito.
Solo quería ser su amigo y jugar con él. Un domingo a la tarde, los chicos del barrio pateaban la pelota
en la vereda y Paquito, tímido como era, solitario,
miraba con cara triste sentado en el escalón de entrada de su casa. Andaluz, desde la terraza de un vecino, los miraba.
Especialmente a Paquito.
Ese chico necesita un amigo se decía, y bien podría ser yo. Pensaba en eso, cuando la pelota se fue al medio de la calle. Paquito, que aunque era muy tímido quería jugar,
se levantó y corrió a buscarla.
Pensaba que si hacía eso los chicos lo invitarían a jugar. Lo que no vio, fue la camioneta que avanzaba a gran
velocidad por esa misma calle.
Justo en dirección a él. Andaluz, desde la altura, lo veía todo. De un salto, pasó a un árbol y de allí a la calle y maullando
muy fuerte se arrojó sobre Paquito, que sin saber lo que ocurría,
muy asustado, cayó rodando a la vereda de enfrente. Pero Andaluz quedó en medio de la calle y
la camioneta lo pisó, quitándole su última vida. Como a veces sucede entre seres humanos,
Paquito nunca supo que Andaluz quería ser su amigo. Pero ese día aprendió que los gatos negros no traen mala suerte
y jamás volvió a cruzar de vereda al ver uno de ellos.
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