Mientras me saboreo una burbuja de chocolate rellena de arequipe, contraindicada para diabéticos pero perfecta para mitigar el hambre de las diez, cuando el desayuno es un recuerdo y el almuerzo aún no huele a nada, pienso en Luisa, la joven de 18 años que, con la escasa fuerza de sus 31 kilos de peso, lucha para ganarle la guerra a la anorexia en una clínica de la ciudad.
Su dieta, consistente en una ración de yogur y unas galletas integrales por día, hacen debatir mis sentimientos entre la incredulidad, la indignación y la lástima, pero la discrepancia acaba en un empate.
Según el Programa Mundial de Alimentos, 870 millones de personas no tienen lo suficiente para comer. Hay más personas con hambre en el mundo que la suma de las poblaciones de Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea.
Pero una cosa es no comer porque no se tiene comida y otra, muy distinta, por no querer. La anorexia consiste en una pérdida voluntaria de peso por un deseo patológico de adelgazar y un intenso temor a la obesidad. Dos frases típicas de la cantaleta maternal cobran toda la vigencia: "Comida se les da, ganas no". "Tanta gente con hambre y ustedes despreciando la comida…".
A la anorexia se llega por un camino fácil: no comer, excesivo ejercicio físico, uso de laxantes y vómito inducido. Y en un descuido se llega también a la tumba.
Liliana, la mamá de Luisa, pide un megáfono. Sabe que la enfermedad de su hija la sufren muchas jóvenes, pero hay familias que aún no se han enterado. Las que sí lo saben están desesperadas: no encuentran ayuda en las entidades de salud, que consideran que la enfermedad es un problema buscado y por lo tanto asumen una actitud de "defiéndase como pueda".
No siempre las causas están soportadas en la vanidad, pero casi siempre. Como sea, el peso vale oro.
Todos, de alguna manera, hemos prescrito la dieta de Luisa: esta sociedad que no perdona un kilo de más; los maniquíes de las vitrinas y los de carne y hueso, con silicona pectoral, nalgas de infarto y las costillas forradas en la piel; la inversión de valores; dejarnos convertir en objetos; las apariencias; la presión social y las burlas de las que son víctimas los gordos; las carencias de afecto que se llenan con supletorios equivocados; el acoso escolar; la baja autoestima, el no aceptarnos como somos; la soledad y, sin lugar a dudas, el culto a la belleza y la supervaloración de la imagen.
La extrema delgadez es una puerta falsa de entrada a la felicidad. Y que yo sepa, el derecho a ser gorditos no ha sido abolido de nuestros códigos sociales.
Parece, ya quisieran, pero no
Saludo de Domingo para todos, con mucho cariño