Cuando pone en mi pecho sus patas
y me mira a los ojos el perro
las raicillas del alma me tiemblan
¡temblor agorero!
Me acongoja la muda pregunta,
de sus ojos el líquido ensueño,
ni le queda dolor en el alma
¡tan sólo silencio!
En el lánguido humor de sus niñas
se me encara, perlático espejo
de un ayer tan lejano que se unce
a un mañana eterno.
¡Ay la cárcel de carne en que duerme
la divina conciencia! ¡ay el sueño
de una sombra que mira en los ojos
del trágico perro!
¿No es acaso mi Dios que al mirarme
desde lo hondo del alma de Remo
en la cruz de la carne me hostiga
mi único deseo?
Cuando pone en mi pecho sus patas
y en mis ojos sus ojos el perro…
“¡Dios mío, Dios mío, por qué me has dejado!”
clamó el Nazareno.
Miguel de Unamuno,