Era de noche, tarde.
Me ofrecí a acercar a un compañero de trabajo, a su casa, en automóvil. No quisimos hablar de la labor cotidiana. No sé qué dije de Atahualpa Yupanqui y él observó "Un tío bisabuelo mío de parte de mamá, de Entre Ríos, era amigo de Yupanqui. Yupanqui lo cita en una canción. Mi madre es de apellido Vila..."
"¡Cipriano Vila!" exclamé, saltándome en el pecho una emoción no esperada "Climaco Acosta ya ha muerto, Cipriano Vila también, dos horcones entrerrianos de una amistad sin revés..." recordé -temblándome la voz- aquella milonga que pinta el Entre Ríos de las noches más estrelladas de la Tierra, que está grabado a fuego en mi alma.
Entre Ríos es una provincia mesopotámica como el Edén bíblico. Por mucho tiempo, dos grandes caudales de agua lo mantuvieron distante de la acción devastadora del progreso, tal que se desarrolló una cultura del afecto, de la hospitalidad, de la amistad verdadera que perdura con una simpleza emocionante. El corazón de los entrerrianos brilla y es tan grande como su cielo estrellado.
El suelo de Entre Ríos no es llano ni montañoso. El romanticismo de su gente florece en las maternales faldas de las cuchillas. Gran parte de su tierra está cubierta de un monte de árboles bajos, espinosos y achaparrados -talas, piquillines y otras especies-, aspecto del mate amargo que alimenta los viriles corazones de sus pobladores. Entre los montes, como tajos, dos barrancas enmarcan algún río que, cuando no está crecido, es solo un surco de agua, sangre que late la amistad de su gente, y aquí y allá, un cesto de juncos es un pequeño rancho de paja, flor de hogar en medio del monte. Sus naranjas son el oro merecido por la sacrificada labor del cultivo del arroz en sus bañados.
El entrerriano es muy detallista, como es detallista de mil estrellas su cielo nocturno.
Sus palmares se levantan como brazos extendidos al más allá, procurando atrapar las miríadas de titilantes puntos blancos del calmo y extenso firmamento.
Al Entre Ríos original, de los mocoretás, corondas, timbúes, pueblos pescadores, cazadores y recolectores, especialmente de miel –la apicultura sigue siendo una industria de esa zona–, lo pobló luego la inmigración. Allí se asentaron colonias de israelíes -los "gauchos judíos"-, suizos, italianos, franceses ¡hasta un falansterio, con su ensueño utópico de socialismo levanta allí sus ruinas! Y por muchos años, el ferrocarril, cruzando hasta allí en balsa, llevó corrientes de italianos, españoles, alemanes... Entre Ríos tiene tantos orígenes como las estrellas de su cielo, pero su pueblo es afectuoso, como la húmeda tibieza de su clima.
Pero me resisto a pensar que su pueblo pueda cambiar ni, su cielo, tornarse el cotidiano de cualquier lugar del mundo. Dios ha de querer que una noche serena, cuando me llegue el silencio, pueda espiar aquél, mi querido Entre Ríos, desde la luz de un astro...
Un fuerte abrazo
Jove