Al igual que ocurre con numerosas especies animales, el ser humano sólo come aquello que reconoce tras un largo período de aprendizaje previo. Los hombres primitivos se educaban en alimentación observando lo que tomaban los demás miembros de la tribu y, sobre todo, lo que les ofrecían sus progenitoras. En esta necesaria actividad de supervivencia agudizaban los cinco sentidos.
Este tipo de precauciones ancestrales constituían un mecanismo de seguridad esencial para evitar accidentes, envenenamientos u otro tipo de perjuicios para la integridad física del hombre. La antropología considera que esta actitud responde, en parte, a un comportamiento heredado del instinto de nuestros genes animales que nos hacía resistentes a probar alimentos desconocidos.
Uno de los problemas más graves que se toparon los primeros especialistas en erradicar plagas de roedores se derivó de una observación bien simple: una rata –una especie animal considerada como de las más “inteligentes”- no comía el cebo que había sido impregnado previamente de sustancias letales cuando comprobaba que otro congénere que le precedió moría después de ingerirlo.
Esta constatación obligó a los químicos a investigar la composición de nuevos raticidas que no producían efectos hasta pasadas varias horas. Al cabo de ese tiempo, estos depredadores comenzaban a sufrir hemorragias internas que les provocaban la muerte sin que los demás componentes de la manada “acertaran a deducir” las razones de este fallo orgánico.
Sin embargo, en los bebés humanos no se da este instinto por lo que están bastante desprotegidos y deben ser tutelados en todo momento para evitar que se lleven a la boca sustancias que pueden provocarles graves problemas orgánicos. Esta tutela forma parte de la primera fase de educación en el reconocimiento de los alimentos, esencial tanto para la información que debe quedar almacenada en nuestro subconsciente como para el análisis de las ventajas e inconvenientes del manjar en sí.
Si a un consumidor le gustan, por ejemplo, las gambas y los hongos, cuando se disponga a tomar por primera vez un plato en el que se mezclan los dos alimentos, identificará ambos componentes como “saludables” y “comestibles”, pero también recordará que son igual de apetitosos si los come por separado. No obstante, ese plato de setas con gambas quedará archivado en la memoria como una nueva opción a tener en cuenta en el futuro.
La información que nos llega de los alimentos es básicamente sensorial, por lo que ponemos en ello los cinco sentidos, aunque la evocación juega también un papel bastante importante. Es muy común asociar un plato determinado a una experiencia de fuerte impacto emocional, lo cual nos llevará a recordar a una persona, un lugar o una fecha cada vez que nos lo pongan delante.
Desde el punto de vista visual, el aprendizaje nos lleva a reconocer a los platos por su nombre, su descripción y su aspecto. Si un alimento no coincide con la definición que albergamos en nuestra mente es probable que surja un conflicto y lo rechacemos.
El café, por ejemplo, lo asociamos al color negro y al “beige” si está mezclado con leche. Pero si nos ofrecen una taza con el líquido teñido de color azul es improbable que lo tomemos. Puede ocurrir que alguna persona acepte el ofrecimiento y compruebe, de acuerdo con su información sensorial, que se trata de café. En ese caso, el degustador es probable que aprecie un café con un “gusto” imaginario diferente debido a un deseo de justificación del conflicto sensorial.
Por lo que se refiere a los colores, el rojo y el verde –al igual que ocurre en los semáforos- juegan un papel muy importante en los alimentos. Los antropólogos inciden en que ésta es una herencia que nos viene de nuestros antepasados primates que se alimentaban de frutas: el color rojo es el que se destaca más del verde del follaje.
En la naturaleza abundan en las frutas el amarillo, el violeta, el rojo y el naranja. Estos tonos nos resultan vistosos pero también pueden advertirnos de algunos peligros como el picante de las guindillas o los chiles jalapeños.
Aparte de las frutas y verduras, la gama de coloración de los alimentos es no obstante bastante limitada. Se mueven en una franja que va del amarillo pálido al marrón oscuro.
Por lo que se refiere a las formas de los manjares, también hemos heredado de los primates la fobia por determinados seres vivos silentes y peligrosos, como las serpientes y las arañas. Esta fobia a veces se extiende a frutos del mar, como los cangrejos y las langostas (porque nos recuerdan a las arañas) y los congrios y las anguilas (porque presentan un aspecto parecido a los reptiles).
El oído es el sentido que menos interviene en la identificación de los alimentos, si bien, como recuerda el catedrático de Biología español M. Alemany, “el sonido que se transmite por vía ósea de los dientes al oído tiene que ver en nuestro reconocimiento de algunos alimentos, como son los más crujientes, en los que cuesta identificar hasta dónde llega la información táctil de la lengua y hasta dónde la sonora por el ruido que hacemos al masticar”.
El sentido del gusto en cambio es esencial aunque muy limitado a los cuatro sabores básicos: dulce, amargo, salado y ácido. Sin embargo, el reconocimiento de los alimentos amargos está mucho más agudizado que de los restantes. El amargo es sinónimo de malo y dañino y es rechazado de forma contundente por los niños que solo quieren cosas dulces porque las asocian a alimento bueno. De hecho a muchos infantes les cuesta irse adaptando a los sabores salados y ácidos y solo cuando son mayores comienzan a aceptar los amargos.
El olfato es un sentido tan primitivo como potente, aunque los humanos estamos mucho más limitados que otras especies. Parte del problema de nuestro escaso desarrollo del olfato se debe a la dificultad de definir, describir y comparar olores. Ese sentido, bien desarrollado, permite apreciar sutiles diferencias entre aromas muy parecidos e identificar alimentos con una precisión superior a la de un proceso de laboratorio. Este es el caso de los catadores de vinos, aceites o cafés que son requeridos como asesores imprescindibles por la industria alimentaria.
No obstante, el olfato es el sentido que más rápidamente se fatiga, con lo cual dejamos de detectar el olor específico que se ha identificado, aunque no por ello perdemos la sensibilidad para otros olores o para detectar cambios de intensidad en los alimentos que antes hemos olfateado.
El tacto en el reconocimiento de alimentos no consiste solamente en el contacto directo para saber si están duros o blandos, calientes o fríos. La colaboración entre lengua y mandíbulas es fundamental para desarrollar el sentido en la ingesta y determinar la temperatura, la consistencia, la dureza o la blandura de lo que tomamos. Tras la masticación e insalivación, identificamos si el bolo alimenticio está ya preparado para su deglución aunque la lengua ejerce de vigía en la trayectoria final antes de la ingesta.
Si por ejemplo estamos comiendo almendras y resultan agradables para nuestro paladar, la dentadura las irá triturando automáticamente en la cavidad bucal, pero si en el siguiente puñado que nos echamos a la boca encontramos una amarga sobreviene inmediatamente el acto reflejo de detener la ingestión cuando no de escupir el bocado.