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General: Algo sobre los migrantes de centroeuropeos a América en tiempos de Hitler
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De: Ruben1919  (Mensaje original) Enviado: 12/10/2014 11:11

Introducción

 

" Lo primero que me fascinó, como es lógico para un estudio que trata en gran medida de la fábrica de sueños de Hollywood, fue una imagen. Esa peculiar imagen de los intelectuales centroeuropeos que se establecieron por las buenas bajo el sol de Santa Mónica, teniendo que vérselas con los problemas cotidianos de vivir en un país extraño, hablando un lenguaje extraño e integrándose (o decidiendo no hacerlo) en una comunidad que era notable, incluso dentro de los extraños y peligrosos Estados Unidos, por carecer de cultura y de raíces.

Por lo menos, algunos de ellos tenían la ventaja de un oficio compartido: los cineastas que llegaron, aceptando más o menos una fuerza mayor, a la capital mundial del cine. Pero muchos ni siquiera tenían eso. ¿Qué significaba ser Thomas Mann o Bertold Brecht o Arnold Schoenberg o Theodor Adorno en Los Ángeles de los años cuarenta? ¿Cómo se interrelacionaron estos exiliados germano-austriacos? ¿Cómo se relacionaron ellos con otras comunidades de exiliados, como la británica o la francesa? ¿Hasta qué punto –si hubo alguno– se ajustaron al medio? ¿Qué efecto tuvieron sobre América y qué efecto tuvo América sobre ellos?

La primera impresión que uno recibe de los supervivientes de aquellos tiempos es la de exclusivismo. David Raksin, que fue discípulo de Schoenberg, me dijo que los americanos que se acercaban a los alrededores de aquel mundo llamaban a los alemanes los “bei-unskins”, porque se negaban a hablar nada que no fuese alemán y cualquier cosa que decían estaba gobernado por un egoísta bei uns (entre nosotros). Pero aunque era claramente engañoso ver a Los Ángeles como una Nueva Weimar en la que fuese posible mantener encendida la llama de la cultura alemana liberal, mientras se extinguía por completo en su patria, debe de haber sido más fácil vivir con esa ilusión en la teoría que en la práctica.

Después de todo, tenían que vivir en alguna parte y en base a algo. Tenían que entenderse con los tenderos locales, conversar con los vecinos, llevar algún tipo de vida social. Y tenían que ganarse la vida. Dichosos aquellos que, como Feuchtwanger, eran best-sellers en muchos idiomas del mundo libre y no debían preocuparse por su situación económica. Pero incluso grandes escritores como Thomas Mann no siempre fueron afortunados en ese terreno. Y ahí, al lado, estaba el coloso de la industria del cine, que seguramente ofrecería algunas posibilidades de empleo para escritores, músicos, diseñadores, actores. Incluso si ésa no era la razón básica de su llegada a Los Ángeles, por lo menos una vez que estaban allí debe haber sido tentador tratar de encontrar un lugar dentro de la industria.

Especialmente, dado que no existía una división drástica: los cineastas americanos por un lado y los extranjeros, como marginados, por otro. La mayor parte de los fundadores de Hollywood alguna vez habían sido extranjeros. Muchos europeos habían llegado a esa ciudad y al cine en los años veinte y a principios de los treinta por las razones económicas y profesionales más obvias y ahora se encontraban bien establecidos. ¿Acaso estos moradores ya afincados seguían con dificultades? Y además debían tomarse en consideración los encantos naturales de esta tierra sureña de clima suave, aún libre de smog. Era fácil vivir con muy poco dinero, fácil relajarse y disfrutarlo.

Originalmente, había planeado estudiar toda la historia de la participación extranjera en Hollywood. Pero enseguida eso se demostró como un tema muy amplio y difuso. Por una parte, en aquellos primeros días no era un problema de extrema urgencia saber cómo los visitantes extranjeros habían llegado a Los Ángeles, hasta dónde habían decidido aclimatarse –como lo hicieron muchos– o emprender una rápida retirada. El año en que Hitler llegó al poder en Alemania, las cosas cobraron un cariz muy diferente. Entonces sí que hubo una cantidad de gente, gente importante y de talento, que tuvo que dejar su patria en un abrir y cerrar de ojos y que no podía regresar sin riesgo de sus vidas. La mayoría de ellos se estableció primero en los vecinos países europeos, pero luego comenzaron a trasladarse a América y, eventualmente, a la Costa Oeste. A medida que los nazis avanzaban por Europa –Austria en 1938, Checoslovaquia en 1939– y las dictaduras fascistas florecían en todos lados, más y más gente tuvo que pensar en irse cada vez más lejos. Y con el comienzo de la guerra en Europa a finales de 1939, el río se convirtió en un torrente.

Así, mi tema se fue estrechando por lógica a un capítulo de la historia mundial. O a tres capítulos, para ser más preciso. Desde 1933 hasta 1940; los años de la guerra: 1940-45; y la inmediata posguerra: desde 1945 a 1950, época en la que las esperanzas y sueños de los liberales europeos quedaron absolutamente hechos añicos por las audiencias de McCarthy y las acciones del Comité de Actividades Antiamericanas, lo que ayudó a convertirse a muchos de ellos otra vez en exiliados y refugiados.

Yo contemplo esos años desde varios puntos de vista. Representan un período crucial en la historia política y cultural de Europa y una grave interrupción en las vidas, y a veces el trabajo, de muchos intelectuales de importancia, no sólo alemanes, sino también británicos y franceses y, por extensión, también americanos. Para América fue, o pudo haber sido, una apertura, una oportunidad sin igual para un fértil intercambio cultural. Pero en la historia del cine y de todo ese peculiar conglomerado que llamamos Hollywood, fue, al menos, un extraño interludio, que quizás haya tenido un significado indeleble o quizá no.

Es absurdo ponerse a considerar el grado de aislamiento cultural implicado en los muy escapistas entretenimientos manufacturados por Hollywood durante los días oscuros de la guerra. Fue como si el sur de California se hubiera convertido, de alguna manera, en una isla en las afueras de las costas del mundo. Aunque muchos de los recién llegados trataron de contrarrestar este aislamiento, muy pocos lo lograron de verdad. Y algunos, sin duda, sucumbieron ante las actitudes dominantes: después de todo, era agradable estar muy lejos de todas aquellas cosas tan molestas y resultaba fácil aislarse del resto del mundo. Esa ha sido siempre una especialidad de Los Ángeles.

Algunos sobrevivieron y algunos no. Nadie quedó sin ser afectado o no produjo, a su vez, cierto efecto. Cómo llegaron, cómo vivieron, cómo se fueron, ese es el tema de este libro. Una página de historia cultural que espero pueda esclarecer a la vez que entretener. Pero primero es necesario ir hacia los orígenes y situar la presencia de los emigrados a Hollywood en su contexto local dentro de esa curiosa comunidad, Los Ángeles. Y para ello debemos tratar de hacer un poco de historia antigua.

 

 

Antes

 

Capítulo I

La gente

 

Los Ángeles siempre ha sido una ciudad de extranjeros. Incluso hoy día es difícil conocer a alguien que haya nacido allí. Ésta puede muy bien ser una de las razones de la impersonal amabilidad del lugar, tan curiosa para los recién llegados, que se sienten asombrados por una permanente exhortación a que pasen un buen día y cosas por el estilo. Más tarde se dan cuenta de que quizás ése no sea un sentimiento profundo, que una persona puede parecerse mucho a otra y que los amigos con los que sales son los mismos con los que has llegado y que has tenido todo el tiempo. En cierto sentido, prácticamente todo el mundo en Los Ángeles es un emigrado y el choque cultural puede ser tan agudo para alguien que viene desde Hereford, Texas, o Pocatello, Idaho, como lo es para alguien de París, Francia. Pero los extraños, no americanos, plantean algunos problemas especiales.

Parece que no lo fue tanto en los viejos y heroicos días del entonces flamante Hollywood. Debe subrayarse que Hollywood no es tanto un lugar (al oeste del centro de Los Ángeles, al norte de Wilshire Boulevard y al este de Beverly Hills) como una atmósfera. En 1913, Cecil B. De Mille hizo Casado con una india, el famoso “primer filme” realizado en Hollywood, utilizando un granero en la esquina de Sunset y Vine. En realidad, ya desde 1906 se habían rodado películas en Glendale, en el oeste de Los Ángeles, y en Santa Mónica, y en Hollywood propiamente dicho desde 1908, pero –como ocurriría luego tan a menudo en la industria del cine– la publicidad fue más poderosa que los hechos y con De Mille nacía la leyenda de Hollywood. Durante los años veinte, mucha de la famosa gente del cine vivía allí y muchas de las películas se rodaban allí. Pero incluso entonces ya era un término genérico que el mundo exterior insistía en aplicarle al cine americano en general. Los jóvenes corrían hacia “Hollywood” para alcanzar la fama y la fortuna, incluso si terminaban viviendo (con suerte) en Santa Mónica o Pasadena y haciendo películas en Culver City o Burbank.

Y, por supuesto, una parte relativa de ellos logró hacerlo alguna vez. Hollywood (es decir, las películas) podría ser la meta, pero Los Ángeles a menudo resultaba ser el precio. A medida que la comunidad del cine crecía y prosperaba, se necesitaron más y más industrias complementarias, y se agregaron más y más actividades subsidiarias para las necesidades que iban surgiendo. La población de Los Ángeles pasó de unas 325.000 personas en 1910 a 576.673 en 1920, a 1.238.048 en 1930, a 1.496.792 en 1940 y más de dos millones a mediados de siglo. Era un lugar agradable para vivir, el sol brillaba casi constantemente, por entonces sin el filtro del smog, un estilo de vida ocioso, mediterráneo, que fascinaba a aquellos que venían de climas norteños mucho menos clementes, y un espacio geográfico ilimitado, que permitía a casi todo el mundo vivir en su propia casa (quizás una cabaña, quizás un palacio) dentro de su propia parcela. Ha sido una ciudad, y eventualmente una megaciudad, que nunca, en realidad, se sintió urbana y muy raramente lo pareció, excepto por algún trozo de piedra y algún edificio de oficinas construido con ladrillos en la zona financiera del centro.

Los extraños y gente de paso de quienes nos ocuparemos básicamente, vinieron, en general, menos hacia algo que desde algo. Escapaban del surgimiento del nazismo en Alemania, de la expansión del poder nazi hacia los estados vecinos y, finalmente, de una guerra en larga escala en Europa. Escapar era la idea básica; en qué lugar exacto uno se establece en el exilio también tenía su importancia, pero no era decisiva. Los extranjeros que llegaron a la zona de Los Ángeles durante los años diez y veinte, generalmente lo hicieron por razones específicas y esa razón podía tener que ver con el cine o no. Al fin y al cabo, por entonces no sucedían en Europa tantas cosas como para hacer la huida muy necesaria y los refugiados políticos reales eran muy pocos y no tenían mucho que ver entre ellos: unos cuantos rusos blancos después de la Revolución, uno o dos desde los nuevos países del este de Europa desgajados de Rusia y del Imperio Austro-Húngaro que no se sentían muy cómodos con los nuevos regímenes.

Hacia finales de la Primera Guerra Mundial, la industria cinematográfica de Hollywood y sus alrededores se había consagrado como la más importante del mundo. Hollywood seguía siendo la meta, aunque hubieran sucedido cosas extraordinarias en el cine italiano de principios de siglo, en el cine sueco de principios de los veinte y en el cine francés en general; aunque el cine alemán hubiese alcanzado alturas sin igual de espectáculo y aprobación crítica en los años veinte, y el cine ruso lograra algo después la atención y la aprobación de los que se interesaban seriamente por el desarrollo del cine como forma artística. Los realizadores con aspiraciones de hacer arte con mayúsculas podrían tener allí algunos problemas, pero en general era fácil suponer que cualquier cosa que hubieras hecho en alguna otra parte del mundo, la podías hacer más grande, mejor y más adecuadamente en el Sur de California.

Y por consiguiente, hubo una corriente continua de inmigrantes desde alrededor de 1920 en adelante. Incluso con anterioridad, muchos de los fundadores de Hollywood eran, en alguna medida, extranjeros: Louis B. Mayer era de origen polaco-judío, nacido en Minsk, en 1885; Samuel Goldwyn (anteriormente Goldfish) había nacido en Polonia, en 1882; Adolph Zukor, en Hungría, en 1873; William Fox en Hungría, en 1879; Carl Laemle en Alemania, en 1867. Pero todos ellos habían llegado a América (lo cual, inicialmente, significaba Nueva York) en su adolescencia o aún antes, y todos ellos se veían a sí mismos con una determinación feroz y un patriotismo que sólo los americanos por elección pueden tener a un cien por cien, tal como lo descubrirían los que llegaron más tarde cuando trataron de despertar una chispa de simpatía hacia las desventuras de sus ex compatriotas en Europa. De cualquier forma, toda su formación profesional había tenido lugar en Estados Unidos y, por consiguiente, cabía poca o ninguna duda (excepto quizás a un nivel puramente lingüístico, como en el caso de los famosos goldwynismos) de que iba a existir un intercambio cultural o un shock por ambas partes. No había muchos elementos para distinguir a estos primeros extranjeros aclimatados o los “cuasiamericanos”, como los hermanos Warner (nacidos muy poco después de la llegada de sus padres desde Polonia), de los auténticamente nacidos en América como Cecil B. De Mille o D. W. Griffith o las hermanas Gish.

No sucedió exactamente eso con algunos de los que llegaron primero. Charlie Chaplin, un joven comediante de music-hall que comenzó a hacer películas en Los Ángeles en 1913 para Mack Sennet (hablando con propiedad, en Edendale y después Glendale, sobre las Colinas de Hollywood), insistió en considerarse a sí mismo inglés a lo largo de toda su vida: tenía acento inglés y guardó su nacionalidad británica. Otros, como Erich von Stroheim, cualquiera fuese su origen verdadero (parece que era hijo de un sastre judío en Austria y que tuvo una posición muy humilde en el ejército austriaco en vez de los esplendores aristocráticos y militares a los que él aludiría más tarde), reconoció muy al principio que un toque de exotismo no venía mal y cultivaba el hecho de ser extranjero mientras le resultase útil. ¿Pero quién recuerda que Mary Pickford, “La Novia de América”, era en realidad canadiense o que dentro de ese mismo terreno, la exótica y misteriosa Theda Bara nació Theodosia Goodman en Cincinnati? En un crisol semejante, el origen de la mayoría de la gente pasaba inadvertido y nadie lo cuestionaba a menos que ellos mismos sacaran el tema.

Pero otra fue, sin embargo, la situación de los que llegaron a Hollywood en cantidad creciente durante los años veinte, ya mayores y con una reputación establecida en otro país. Ellos eran, incluso si no les gustaba, extranjeros ostensibles y lo sentían así. Era fácil que tuvieran problemas para aprender el inglés como lengua de comunicación cotidiana (aunque para los actores de cine esto relativamente no tuvo mayor importancia hasta el nacimiento del sonoro en 1927) y por haber llegado con ideas preconcebidas sobre la vida y el trabajo. Para ellos, y para la gente que encontraron en América, el choque cultural sería profundo.

Curiosamente, parecen existir muy pocos intentos de atraer hacia América a las principales luminarias del floreciente cine espectacular italiano de principios de siglo. En cambio, América, con su habitual espíritu competitivo, se propuso igualar los esplendores de Cabiria (1913) con algunos de los talentos locales, basándose en el principio de que cualquier cosa que se pudiera hacer en Italia, en América se podía hacer mejor. El primer flujo real de emigrados hacia el cine americano se produjo alrededor de 1911, cuando la pareja francesa integrada por Alice Guy y Herbert Blanché empezó a producir películas en Nueva York. Durante varios años, los otros cineastas franceses que fueron a unírseles se quedaron, básicamente, en la Costa Este. Pero en 1919, la pequeña colonia cinematográfica francesa centralizada en Fort Lee se transplantó en masa a los que habían sido Estudios Ince-Triangle en Culver City, junto con el financiero y productor francés (nacido en Louisiana) Jules Brulatour. En especial, Maurice Tourneur, ya por entonces considerado como uno de los principales artistas del cine americano gracias a la fuerza de sus versiones de The Blue Bird y Prunella (ambas diseñadas por los pintores franceses Ben Carré y André Ibels), se convirtió de inmediato en una de las figuras más importantes de Hollywood, adornando sus credenciales artísticas ante un Oeste hambriento de cultura, con el dato de haber sido discípulo de Rodin y de Puvis de Chavannes.

No obstante, esta primitiva colonia francesa parece haberse encerrado mucho en sí misma, social y artísticamente, y por fin tuvo poco impacto real en Hollywood. Aunque Tourneur dejó a Brulatour en 1920, para convertirse en productor independiente asociado en Thomas Ince, aparentemente nunca se sintió muy cómodo en Hollywood y en 1926, cuando la ruptura de su matrimonio coincidió con fuertes disputas con su nueva productora, la MGM, sobre su enfoque de La isla misteriosa, cuyo protagonista era Lionel Barrymore, abandonó el rodaje tras unos pocos días, regresó a Europa y se volvió a unir al cine francés para el resto de su carrera profesional, que terminó en 1948. Su período americano quedó como la época de su mejor trabajo, pero fue más un exótico pasajero que un auténtico residente.

Con los suecos y los alemanes que pisaron América a mediados de los años veinte, las cosas pudieron haber resultado bastante diferentes. Por un lado, la mayor parte de ellos llegaban con una posición más fuerte que la de Tourneur y los franceses, cuyas películas no habían tenido tanto éxito como para atarlos bien atados a Hollywood. Gente como Ernst Lubitsch, F. W. Murnau, Paul Leni, E. A. Dupont, Pola Negri y Emil Jannings, de Alemania, o Mauritz Stiller, Victor Sjöström y Greta Garbo, de Suecia, ya habían disfrutado del éxito europeo, por no decir mundial, y era fácil que extendieran ante ellos una alfombra roja. La verdad es que iban por su propia voluntad, realmente porque querían trabajar en América, cualquiera fuese su razón. Ellos eligieron América; no fue América la que se les cayó encima.

Entonces, para la gente de cine, América quería decir Los Ángeles. Las industrias cinematográficas de Nueva York y Chicago estaban desapareciendo y todo se concentraba en Hollywood. El cine americano estaba todavía, en casi todos los aspectos menos el técnico, en un estado de alegre ingenuidad. Sus líderes aún no eran conscientes de su falta de cultura y era pronto para que ellos, o cualquier otro, se preocupasen de hasta dónde lo que hacían era arte. Entre 1915 y 1920 Samuel Goldwyn había tenido cierto éxito con películas en las que la protagonista era la cantante de ópera Geraldine Farrar y también había ganado dinero distribuyendo importaciones culturales como Elizabeth, reina de Inglaterra con Sarah Bernhardr (vendida como una atracción teatral más que como una película), así que no ignoraba la potencialidad puramente comercial de la cultura. En 1920 llevó a Hollywood una cantidad de distinguidos escritores para crear guiones de películas, muy en especial a Maurice Macterlinck y Somerset Maugham. Pero aunque la mayoría de ellos se aplicó con esmero a escribir durante pocos meses, en la pantalla quedó poca evidencia tangible de sus actividades y, en general, se contentaron con coger el dinero, divertirse o asustarse con la elementalidad de Los Ángeles, y salir disparados.

De ahí que cuando Hollywood comenzó a cortejar deliberadamente a los talentos cinematográficos europeos en los años veinte, no fue únicamente en busca del progreso cultural, sino porque este talento representaba una auténtica competencia comercial, a la cual era mejor enrolar que oponerse. La primera figura importante que llegó en tales circunstancias fue Ernst Lubitsch, quien también demostró ser el que con mayor consistencia obtuvo éxito en su nuevo hábitat y logró constituirse en el decano de la comunidad germano-hollywoodiense.

En los años subsiguientes llegó a ser moda entre los americanos el pensar que un acento europeo automáticamente indicaba cultura, sofisticación y, con bastante probabilidad, antecedentes aristocráticos; Erich von Stroheim no fue el único que capitalizó esto. Pero a principios de los veinte la admiración no era automática. No todo ruso blanco emigrado y sin un céntimo era un príncipe, y aunque muchos que no habían tenido la menor importancia en sus países de origen pretendían serlo (y, como los “casaderos hermanos Mdvanis”, que conquistaron a una sorprendente cantidad de estrellas de cine y damas aristocráticas, a veces sacaban su provecho de esto), otros, los genuinos aristócratas, no obtenían ventajas de sus títulos a menos que se propusieran de forma algo vulgar.

Por contraste, Lubitsch era hijo de un sastre judío berlinés y no se avergonzaba de ello. Había recorrido un camino duro, comenzando en su adolescencia como actor de reparto en teatro, a las órdenes de Max Reinhardt y luego, en 1913, inició una carrera de gran éxito en el cine como el arquetípico personaje cómico judío, conocido como “Meyer” o “Moritz”, un empleaducho que sufre toda clase de desventuras, pero que al final logra quedarse con la hija del jefe, algo bastante similar, de hecho, al tipo de personaje que Harold Lloyd interpretaría en el cine americano. En ello no había nada de sofisticado. Luego, bajo la insistente persuasión de la intensa personalidad polaca Pola Negri (actriz sería un término demasiado fuerte para ella), comenzó a dirigir películas que no eran comedias, comenzando con Los ojos de la momia (1918), una obra de exótica nadería sobre un amor obsesivo, que convirtió a Lubitsch y a Pola Negri en éxitos instantáneos. Juntos harían, entre otras, Carmen, Madame Dubarry, Sumurun y Ana Bolena, todas ellas asombrosos espectáculos populares (Lubitsch había aprendido mucho con Reinhardt sobre el manejo de multitudes) que, aunque no fueran exactamente obras maestras, se convirtieron en Europa en grandes éxitos de taquilla. En 1920, Madame Dubarry, ahora con el título de Passion, repitió su éxito en América; fue la primera película extranjera importante que se mostró en Estados Unidos en igualdad de condiciones con el cine americano y que batió a Hollywood en su propio terreno de juego.

El sentido de este comentario es señalar que Lubitsch no fue llevado a América como intelectual europeo, sino como importante propiedad comercial. Su formación cultural no difería demasiado de la de muchos de los pioneros cinematográficos nacidos en América y era un self-made-man en todo sentido. Su llegada a Hollywood en 1922, bajo contrato personal con Mary Pickford, a quien dirigió en Rosita, la cantante callejera fue un encuentro de igual a igual. Existía el leve problema de que fuera alemán y, por ende, un enemigo reciente; los agentes de prensa se preguntaron si no podía hablarse de él como “nacido en Polonia”. Pero eso se superó muy pronto. Si podía aprender el idioma, cosa que hizo muy rápido, no había nada que le impidiese sentirse perfectamente cómodo en Los Ángeles, a la vez que su afición por las bromas pesadas y su sarcástico sentido del humor indicaban que era una buena persona, alguien con quien sus colegas americanos podían hallarse a gusto, divertirse jugando a las cartas, beberse una cerveza y fumarse unos puros, sin sentirse fuera de su elemento o menospreciados.

Lubitsch se convirtió rápidamente en el modelo del emigrado que se asimiló por completo a la comunidad de Hollywood. Aunque prefería colaborar con escritores centro-europeos –primero Hans Kraly durante el período mudo, luego con Ernest Vajda y Billy Wilder–, habitualmente trabajaba con americanos, en su vida social no prefería encontrarse con otros alemanes y se americanizó rápidamente. Sin embargo, en su vida profesional pareció convertirse más y más en el prototipo del europeo. Popularmente se suponía que los europeos eran buenos para hacer comedias sofisticadas y “risqué”, y aunque él no había hecho nada así en Europa, en América estuvo más que dispuesto a hacerlo. Los peligros del flirt (1924), basada en una obra alemana de intrigas amorosas escrita por Lothar Schmidt, le puso en una dirección totalmente nueva, que habría de dominar el resto de su carrera. La comedia sexual, llena de esos pequeños sobreentendidos visuales y estratégicas complicidades con la mente lúbrica del público (porque, ¿cómo puede un censor saber qué es lo que está exactamente pasando detrás de una puerta cerrada?) que llegaron a hacerse famosos como “el toque Lubitsch”, sería la rúbrica del cine de este director hasta su muerte, en 1947.

Pero debe insistirse en que éste era un fenómeno puramente americano. Aunque había algunos modelos europeos, como el Erotikon de Stiller, la inspiracion inmediata había sido el único film mudo de Chaplin en el que él no apareció como actor: Una mujer de París (1923), el cuento frío y desentimentalizado del inútil intento de una mujer caída por recuperar su respetabilidad. Aunque con mucho tacto sucedía en la ciudad del pecado, París, no tenía nada que ver con la experiencia europea de Chaplin. Tampoco tenían Los peligros de flirt y sus sucesoras mucho que ver con la experiencia y las películas europeas de Lubitsch. Pero éste se dio cuenta de inmediato hasta qué punto y hasta dónde era ventajoso aparecer como europeo y exótico, y cuándo no lo era. En sus charlas de negocios y en su vida privada era decididamente americano; en sus películas sacaba ventaja de explotar las fantasías americanas sobre Europa y los europeos. La europea tierra de nunca jamás, de princesas y príncipes, de ricos ociosos y de encantadores aventureros, en la cual sucedían la mayor parte de sus películas, pero que nunca estuvo situada exactamente en el tiempo o el espacio, era una especie de ensueño de vals astutamente inventado para el consumo americano por un europeo americanizado que sabía qué era lo que se esperaba de él.

Si Lubitsch fue el gran superviviente entre los emigrados de los años veinte, otros no lo superaron tan bien."



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De: Ruben1919 Enviado: 12/10/2014 11:32
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