Julita llegó a los once, con su abuela. Es probable que doña Cándida la haya traído alguna vez antes de eso, aunque no puedo asegurarlo.
La mujer, viuda, había servido con diligencia a mi tía durante años. La chica era hija de su única hija, soltera, muerta de tifus después de la guerra. Se quedaron a vivir con nosotros, en una de las habitaciones de abajo.
Cándida era una especie de ama de llaves. Conocía cada secreto, cada rincón y detalle de la casa. Lo hacía con el aplomo del que sabe que, de una u otra forma, las cosas terminan haciéndose a su modo. Si la locuaz hermana de mi padre era consciente de esto, no parecía demostrarlo.
Hijo y sobrino único, yo había sido adoptado por ella a los cuatro años, ante la prematura muerte de mis padres. Cuando llegó Julita, tenía veintidós.
Empezó con las compras en el pueblo, encargos simples de no más de tres ítems. “Es que la chica me ha salido floja de acá” —la excusaba siempre Cándida, golpeándose la sien con un dedo grueso como una zanahoria.
Yo repartía mi tiempo entre amores fugaces, vuelos en aeróstatos y viajes a la Capital para justificar, estudios de abogacía de por medio, la mensualidad generosa que recibía.
A mediados de los cincuenta, ya recibido, heredé la casa y una pequeña fortuna, producto de los años de prudente administración de aquella venerable anciana desaparecida. Cándida y Julita quedaron, de esa manera, a mis órdenes.
Tiempo después contraté a Duarte. Un petizo que hacía todo tipo de trabajos. Comenzó reparando los techos, las cañerías. Al tiempo arreglaba el auto que, para la época, era uno de los pocos de la zona.
Cuando le propuse que trajera a su mujer y se instalara en el cobertizo contiguo a la casa, no dudó. Apareció al otro día con una rubia lánguida que hablaba poco y, cuando lo hacía, había que arrimarle la oreja para entender qué decía. Era hábil para las flores y los cercos, y casi siempre se la podía ver, reclinada sobre un arbusto, agachada junto a una planta, con el sombrero de paja encasquetado hasta las orejas.
Así se completó el grupo que me acompañó durante años.
Como no dependía de mi profesión para vivir, pude darme el lujo de tomar sólo algunos casos que me interesaban e ir, cada tanto, a ver cómo marchaban las cosas en la oficina que mantenía en el pueblo. Eso me permitió entregarme de lleno a mis dos pasiones: la lectura y los paseos en auto.
Julita solía acompañarme por el camino de la costa. Le gustaba sacar la cara por la ventanilla y dejar que el viento la despeinara. Se reía como una nena durante todo el viaje, aunque ya tenía casi veinte. Es raro, pero puedo asegurar que por entonces yo sentía por ella sólo un fraternal cariño. Había crecido cerca de mí, tan mimetizada con el devenir de mi propia vida, que no conseguía sacarla de su rol de criada sumisa y verla como lo que era: una mujer.
Una tarde, en el pueblo, me pareció distinguir su mata de pelo negro entre las gorras de varios tipos que charlaban en la puerta del bar. Iba apurado, así que sólo eché una ojeada rápida desde la vereda de enfrente y, al llegar a la esquina, me volví por un instante, simulando algún olvido. Eran casi las seis, y el sol ya caía. La vi riendo con esa boca ancha de dientes parejos. Echaba la cabeza hacia atrás y volvía a alzarla, dorada por los últimos hilos de luz. La rodeaban cuatro muchachotes mal vestidos que bromeaban con ella. Compartían un cigarrillo, una petaca con licor. Incapaz de reaccionar, me quedé tieso hasta que desaparecieron, risueños, tras la cortina de tiras. Adentro se oía música, carcajadas, entrechocar de copas. Tuve que hacer un esfuerzo para no entrar y sacarla a los tirones. Pensé, mientras volvía a casa, que esa noche tendríamos la primera charla de adultos.
Al llegar me salió al cruce la mujer de Duarte. Los ojos le desbordaban de susto.
—¡La doña, señor Alfonso, la doña! —alcanzó a decir mientras me apretaba el brazo con fuerza.
Se me anudó el corazón. La miré sin hablar, ella leyó en mis ojos y asintió. Entré tropezando a la cocina: desierta. Desesperado, corrí hacia el dormitorio de Cándida. Me impactó esa puerta abierta, la luz mortecina. Duarte: de pie, en un rincón, como montando guardia. El médico observando el cuerpo lívido de la mujer que parecía de cera, sobre la cama.
Murió a las dos horas. “El corazón” —me informó el doctor mientras aceptaba, después de una tibia negativa, el pago que le hacía—. Fue imposible encontrar a Julita esa noche, para avisarle. Volvió al mediodía, con un miliquito de poco rango. Nos cruzaron cuando íbamos para el entierro, ella desvió la mirada.
A la tarde preparó sus cosas. Dijo que se iba, que se casaba, que muerta su abuela ya no tenía por qué estar atada a la casa. Fue la primera vez que la abofeteé. No sería la última.
Curiosamente, la ausencia de Julita obró sobre mi ánimo como un energizante. La había sentido durante años como una hermana menor, alguien de quien debía preocuparme su bienestar. Estando lejos, sólo debía dedicarme a mis cosas.
Con la excusa de tener noticias de ella, comencé a frecuentar el bar. Muchos me hablaron de “la morochita”. Lo que oí no me gustó. En ese infierno de humo y borracheras, más de uno se atribuyó haberla tenido en su cama. Aún dejando aparte a los que, sabía, me mentían, el resto seguía siendo demasiado.
Conocer esa cara oculta de Julita me obsesionó. Me pasé tardes enteras pagando rondas de ginebra para aflojar las lenguas. Supe que no entregaba sus favores a cualquiera. Elegía a sus presas de acuerdo a lo que quisiera obtener de ellas. Me refirieron que el miliquito era un sargento que el Ejército había destinado al sur. Nadie supo decirme a qué lugar.
La ruindad de los parroquianos se me fue metiendo en la sangre. Comencé a beber, a fumar con ellos, como ellos. Pronto estuve en medio de largas partidas de naipes. Gané algo de dinero, perdí mucho más.
Cerré la oficina en el pueblo, y ocupé mi tiempo en conocer todo detalle, por nimio que fuera, de lo que había sido la oculta vida de Julita en el pueblo. Me enteré, por comentarios, que no sentía gratitud alguna por mi familia. Había recibido —según sus dichos— en función de lo entregado.
Cuando pregunté si hablaba de mí, me dijeron que poco. Para ella era “el malcriadito”. Decía que entre su madre y mi tía no me habían permitido crecer, hacerme hombre.
De a poco fui armando el rompecabezas de su vida, que también era la mía. Lo que vi me sumió en una depresión profunda. Comencé a estar más horas en el bar que en mi propia casa. Iba sólo a dormir, y siempre que la borrachera me permitiera manejar de regreso.
Una mañana mantuve una discusión con Duarte. Hablábamos de unos cercos que tenía que reparar. El petizo iba adelante, con su porte desafiante. De pronto se dio vuelta, como si recordara algo:
—Usted está tirando todo a la mierda por esa chica, si me permite que le exprese —dijo.
—Dedíquese a los cercos que yo me ocupo de lo mío —le respondí, mirándolo de reojo.
Alcancé a ver que Duarte movía las manos, se alisaba el pelo. Insistió:
—No es que yo no esté conforme. Trabajo y usted me paga el sueldo. A mi mujer también, así que podríamos dejarlo que se pudra. Pero ella y yo pensamos que usted es un buen tipo. No merece lo que la Julita le hizo.
Quizás fue oír el nombre, o aceptar que lo que Duarte decía era cierto: me enfurecí. Lo tomé de las solapas y lo arrastré hasta apoyarlo contra el tronco de un árbol. El petizo no opuso resistencia, eso me desmoronó. Balbuceé una confusa disculpa y me alejé caminando rápido. Pasé el resto del día en el bar, arrasado por la bebida.
Esa noche comenzó el final de mi caída. Llegué y me arrojé sobre la cama. Quise dormir, pero no pude. Me ardía el estómago, las manos me temblaban. Caí en una especie de delirio en el que se entremezclaban doña Cándida y la mujer de Duarte. Salían de entre unas flores y cantaban algo. La escena iba al cobertizo, y de ahí a la biblioteca. Me veía hojeando un libro, Julita hacía unos dibujos sobre la mesa. Después aparecía junto al sillón. Reía como esa vez en la puerta del bar. Sin la camisa: unos pechos enormes, turgentes. Yacía sobre mí y cabalgaba, desnuda. Me asía por el cuello y comenzaba a ahorcarme.
Debo haber gritado muy fuerte, porque enseguida aparecieron en la habitación Duarte y su mujer. Iban con ropa de cama, se les veía el sueño en la cara.
Me sirvieron un café negro, se quedaron hasta asegurarse de que iba a dormir tranquilo. Cuando estuve solo comencé a pensar en Julita: Conseguiría su dirección y la iría a buscar, a donde fuera. Le diría que volviera, que la necesitaba, que las cosas no eran lo mismo sin ella. Me dormí.
Desperté casi al mediodía. Sentía un regusto amargo en la boca, las sienes palpitantes. Ese día se cumplían seis meses de su partida. No fui al bar, me mantuve sobrio hasta la noche.
Pasó casi un año sin que hubiera grandes cambios. Duarte se había vuelto más locuaz, conversábamos seguido. No puedo decir que fuésemos amigos, porque él insistía en ponerse siempre en su posición de empleado. Descubrí que era un tipo simple, profundo. Adoraba a su mujer.
Fue en lo mejor de nuestra relación cuando sobrevino la desgracia. Una noche golpeó a la puerta de mi dormitorio. Lo vi pálido, con los ojos extraviados.
—¿Me llevaría al pueblo, patrón? —preguntó—. Mi mujer anda con unas fiebres, con unas…
No terminó la frase. Me pareció ver que le temblaban los labios.
—Vaya a buscarla mientras yo me cambio —le dije—. Súbala al auto, que no tome frío.
Llegamos a lo del médico. Ella deliraba. La cara de Duarte era una máscara. Tuvimos que esperar un rato porque había ido a atender un parto. La recostamos sobre una camilla, tenía la piel seca como un papiro. El chico que habíamos enviado en busca del doctor, entró corriendo y pasó derecho a la cocina. Puso agua a hervir, preparó toallas. Detrás llegó él, jadeando. Se acercó a la mujer de Duarte, le controló el pulso, las pupilas.
—Hay que abrir —dijo—, lo que me esperaba. Ustedes quédense afuera, si necesito a alguno, lo llamo.
Asentí. Lo tome a Duarte de los hombros, fuimos al pasillo. Se dejó manejar como una marioneta. Parecía muerto, sin voluntad.
Nos sentamos en un sillón antiguo, junto a la ventana. Al rato vimos que el criado del doctor entraba con una olla a la habitación en la que permanecía el médico. Salió corriendo y volvió con toallas, tubos, jeringas.
En eso llegó Fermina, la enfermera.
—Me avisó el chico —dijo, como queriendo explicar su presencia—, y desapareció también tras la puerta.
—Magdalena… —empezó a decir Duarte, y se detuvo—. Era la primera vez que le oía pronunciar el nombre de su esposa. Siempre decía “la patrona” “la jefa”. Magdalena siempre ha sido fuerte —concluyó.
Sentí el impulso de abrazarlo, pero me contuve. Le palmeé el hombro y me devolvió una mirada vacía. No me atreví a decirle nada.
Magdalena superó la peritonitis, pero nunca volvió a ser la misma. Le quedó el andar cansino, la piel cetrina, correosa. Caminaba siempre bufando, murmurando para sí quién sabe qué cosas. Se perdía entre los rosales y había que ir a buscarla para comer, para dormir. A veces la encontrábamos sentada sobre una parva de pasto seco, con la mirada extraviada en la alameda y un hilo de saliva cayéndole por la comisura de la boca.
Yo estaba en la Capital cuando recibí la noticia. Fue el propio Duarte el que se encargó de dármela:
—Se acabó, patrón. No busque más médicos.
Estuvimos un rato llorando, con el teléfono en la mano. Fue como si al fin nos diéramos ese abrazo tanto tiempo postergado.
Volví al pueblo e hice los arreglos para que Magdalena tuviera un buen entierro. Duarte no quiso ponerse el traje negro que le compré. Apareció con uno marrón, raído. El mismo que llevaba el día que fue a vivir con su mujer, en el cobertizo junto a la casa.
A partir de ese día se volvió huraño, taciturno. Empezó a frecuentar el bar, a volver borracho todas las noches. A la mañana aparecía como nuevo, nunca supe cómo. Se exigía para terminar los trabajos temprano, casi no almorzaba.
Una vez, para probarlo, le hice un encargue de madera, pintura y clavos. Puse la llave del auto en una de sus manos y unos billetes en la otra. Me miró fijo, achicó los ojos. Sabía conducirlo, pero nunca lo había hecho sin mi compañía.
Salió despacio. Lo seguí, sin que me viera, en la bicicleta que tenía en el establo. Paró en el corralón, se bajó como sin ganas. Siguiendo una corazonada, partí rumbo al bar. Llegué jadeando, me lancé sobre la cortina de tiras. No esperaba encontrarla a Julita adentro, echada sobre una mesa.
Parecía que le hubieran tirado diez años encima. Tenía hebras blancas en el pelo, le faltaban dientes. Me miró sin conocerme, de la borrachera que cargaba. Tuve que cachetearla para que dejara de carcajear cuando le dije quién era. Se limpió lo mocos con la manga del vestido, me miró desafiante. Recién ahí pude ver que a sus pies dormía un chico, morochito, igual que ella.
La imagen me desarmó. Busqué una silla, me senté. Julita pareció recobrar algo de compostura. Miro hacia abajo y se llevó el dedo a la boca: el nene dormía. Vi que ella tenía bolsas negras bajo los ojos, los labios resecos. Me pareció oír mi voz muy lejos cuando hablé:
—Vamos a la casa. Allá hay lugar para los dos.
Julita asintió en silencio. La ayudé a ponerse de pie y levanté al chico, que seguía dormido. Ella alzó unas cosas y salimos hacia la puerta. Recién ahí me di cuenta de que el bar permanecía en silencio: todos miraban, extasiados, como si fuera una película.
Afuera nos encontramos con el petizo. Estaba terminando de cargar la bicicleta en el baúl. Nos abrió la puerta de atrás y señaló el asiento con una reverencia.
—Pasen que yo manejo —dijo—. Ustedes tienen mucho de qué hablar.
Hicimos todo el camino en silencio, escuchando cómo Duarte discurría sobre clavos, maderas, pintura.