Amargura dorada en el paisaje.
El corazón escucha.
En la tristeza húmeda el viento dijo:
Yo soy todo de estrellas derretidas, sangre del infinito.
Con mi roce descubro los colores de los fondos dormidos.
Voy herido de místicas miradas,
yo llevo los suspiros en burbujas de sangre invisibles
hacia el sereno triunfo del amor inmortal lleno de Noche.
Me conocen los niños, y me cuajo en tristezas.
Sobre cuentos de reinas y castillos, soy copa de luz.
Soy incensario de cantos desprendidos
que cayeron envueltos en azules transparencias de ritmo.
En mi alma perdiéronse solemnes carne y alma de Cristo,
y finjo la tristeza de la tarde melancólico y frío.
El bosque innumerable.
Llevo las carabelas de los sueños a lo desconocido.
Y tengo la amargura solitaria de no saber mi fin ni mi destino.
Las palabras del viento eran suaves con hondura de lirios.
Mi corazón durmiose en la tristeza del crepúsculo.
Sobre la parda tierra de la estepa los gusanos dijeron sus delirios.
Soportamos tristezas al borde del camino.
Sabemos de las flores de los bosques,
del canto monocorde de los grillos,
de la lira sin cuerdas que pulsamos,
del oculto sendero que seguimos.
Nuestro ideal no llega a las estrellas,
es sereno, sencillo: quisiéramos hacer miel, como abejas,
o tener dulce voz o fuerte grito,
o fácil caminar sobre las hierbas,
o senos donde mamen nuestros hijos.
Dichosos los que nacen mariposas
o tienen luz de luna en su vestido.
¡Dichosos los que cortan la rosa y recogen el trigo!
¡Dichosos los que dudan de la muerte teniendo Paraíso,
y el aire que recorre lo que quiere seguro de infinito!
Dichosos los gloriosos y los fuertes,
los que jamás fueron compadecidos,
los que bendijo y sonrió triunfante el hermano Francisco.
Pasamos mucha pena cruzando los caminos.
Quisiéramos saber lo que nos hablan los álamos del río.
Y en la muda tristeza de la tarde respondioles el polvo del camino:
Dichosos, ¡oh gusanos!,
que tenéis justa conciencia de vosotros mismos,
y formas y pasiones, y hogares encendidos.
Yo en el sol me disuelvo siguiendo al peregrino,
y cuando pienso ya en la luz quedarme,
caigo al suelo dormido.
Los gusanos lloraron, y los árboles,
moviendo sus cabezas pensativos, dijeron:
El azul es imposible.
Creíamos alcanzarlo cuando niños,
y quisiéramos ser como las águilas
ahora que estamos por el rayo heridos. De las águilas es todo el azul.
Y el águila a lo lejos: ¡No, no es mío!
Porque el azul lo tienen las estrellas entre sus claros brillos.
Las estrellas: Tampoco lo tenemos:
está entre nosotras escondido.
Y la negra distancia: El azul lo tiene la esperanza en su recinto.
Y la esperanza dice quedamente desde el reino sombrío:
Vosotros me inventasteis corazones,
Y el corazón: ¡Dios mío!
El otoño ha dejado ya sin hojas los álamos del río.
El agua ha adormecido en plata vieja al polvo del camino.
Los gusanos se hunden soñolientos en sus hogares fríos.
El águila se pierde en la montaña;
el viento dice: Soy eterno ritmo.
Se oyen las nanas a las cunas pobres,
y el llanto del rebaño en el aprisco.
La mojada tristeza del paisaje enseña
como un lirio las arrugas severas que dejaron
los ojos pensadores de los siglos.
Y mientras que descansan las estrellas
sobre el azul dormido, mi corazón ve su ideal lejano y pregunta:
¡Dios mío!
Pero,
Dios mío, ¿a quién? ¿Quién es Dios mío?
¿Por qué nuestra esperanza se adormece
y sentimos el fracaso lírico
y los ojos se cierran comprendiendo todo el azul?
Sobre el paisaje viejo y el hogar humeante
quiero lanzar mi grito,
sollozando de mí como el gusano deplora su destino.
Pidiendo lo del hombre,
Amor inmenso y azul como los álamos del río.
Azul de corazones y de fuerza, el azul de mí mismo,
que me ponga en las manos la gran llave que fuerce al infinito.
Sin terror y sin miedo ante la muerte,
escarchado de amor y de lirismo,
aunque me hiera el rayo como al árbol
y me quede sin hojas y sin grito.
Ahora tengo en la frente rosas blancas y la copa rebosando vino.