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De: Ruben1919 (Mensaje original) |
Enviado: 22/10/2015 19:00 |
CANCIÓN DE LA VIDA PROFUNDA
Porfirio Barba Jacob
El hombre es una cosa vana, variable y ondeante...
MONTAIGNE
Hay días en que somos tan móviles, tan móviles, como las leves briznas al viento y al azar. Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe. La vida es clara, undívaga, y abierta como un mar.
Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles, como en abril el campo, que tiembla de pasión: bajo el influjo próvido de espirituales lluvias, el alma está brotando florestas de ilusión.
Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos, como la entraña obscura de oscuro pedernal: la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas, en rútiles monedas tasando el Bien y el Mal.
Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos... (¡niñez en el crepúsculo! ¡Lagunas de zafir!) que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza, y hasta las propias penas nos hacen sonreír.
Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos, que nos depara en vano su carne la mujer: tras de ceñir un talle y acariciar un seno, la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.
Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres, como en las noches lúgubres el llanto del pinar. El alma gime entonces bajo el dolor del mundo, y acaso ni Dios mismo nos puede consolar.
Mas hay también ¡Oh Tierra! un día... un día... un día... en que levamos anclas para jamás volver... Un día en que discurren vientos ineluctables ¡un día en que ya nadie nos puede retener!
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De Porf. Barba Jacob
¡Oh sombra vaga, oh sombra de mi primera novia! Era como el convólvulo la flor de los crepúsculos, y era como las teresitas: azul crepuscular. Nuestro amor semejaba paloma de la aldea, grato a todos los ojos y a todos familiar.
En aquel pueblo, olían las brisas a azahar.
Aún bañan, como a lampos, mi recuerdo: su cabellera rubia en el balcón, su linda hermana Julia, mi melodía incierta... y un lirio que me dio... y una noche de lágrimas... y una noche de estrellas fulgiendo en esas lágrimas en que moría yo...
Francisco, hermano de ellas, Juan-de-Dios y Ricardo amaban con mi amor las músicas del río; las noches blancas, ceñidas de luceros; las noches negras, negras, ardidas de cocuyos; el son de las guitarras, y, entre quimeras blondas, el azahar volando... Todos teníamos novia y un lucero en el alba diáfana de las ideas.
La Muerte horrible ¡un tajo silencioso! tronchó la espiga en que granaba mi alegría: ¡murió mi madre!... La cabellera rubia de Teresa me iluminaba el llanto.
Después... la vida... el tiempo... el mundo, ¡y al fin, mi amor desfalleció como un convólvulo!
No ha mucho, una mañana, trajéronme una carta. ¡Era de Juan-de-Dios! Un poco acerba, ingenua, virilmente resignada: refería querellas del pueblo, de mi casa, de un amigo: «Se casó; ya está viejo y con seis hijos... La vida es triste y dura; sin embargo, se va viviendo... Ha muerto mucha gente: Don David... don Gregorio... Hay un colegio y hay toda una generación nueva. Como cuando te fuiste, hace veinte años, en este pueblo aún huelen las brisas a azahar...»
¡Oh Amor! Tu emblema sea el convólvulo, la flor de los crepúsculos!
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