Hay en los
nietos una prolongación que es precisamente eso: Una duplicidad en la función
creadora y en la extensión de la especie. En los nietos se alarga la vida hacia
unos límites de amor que no se soñaron.
Los hijos
fueron el testimonio. Los nietos la confirmación. Por eso se quieren tanto. Por
eso son el juguete espiritual de la edad mayor. Un nieto es un amor convertido
en realidad.
A él le
damos nuestros besos que tal vez no les dimos a los hijos. Ellos nos dan los
besos que quizás ya nadie nos da. Es reeditar la juventud y el corazón palpita
vigorosamente como si fuera un corazón adolescente.
Con un
nieto en los brazos tenemos al hijo; tenemos la juventud que casi se nos escapa
un día. También al amor verdadero que nadie pide y ellos lo dan.
Es
verdaderamente maravilloso vivir esos retozos de los nietos, sus infantilerías
que nos llevan a otros mundos y todo ese concierto de sus risas sonoras.
Con los
nietos se revive la historia del alma, y el alma vuelve a florecer. El hogar ya
viejo, se torna joven y se renuevan las esperanzas.
Los nietos
son la fortuna de los años de la sensatez. ¿Que... se quiere más a los nietos
que a los hijos? Así parece, pero no. Lo que pasa es que con los nietos se vuelve
a amar a los hijos, y se ama más a Dios. Dichosos los abuelos que se benefician
de las oraciones de sus nietos, y viceversa.
¡Qué
privilegiados son los nietos cuyos nombres son pronunciados de rodillas cada
mañana y cada noche por sus padres o abuelos!
Por
ejemplo, para los jubilados, ¿hay una actividad que tenga más valor? Muchos de
ellos cuidan con esmero su jardín. ¿No merecen las jóvenes almas que tienen a
su cargo ser cultivadas día tras día a fin de que lleven fruto para Dios?
Enséñales a
que despierten en sus corazones el amor a Dios y al Prójimo y ellos encontrarán
amor en el mundo.