Por Raimundo López *
Monseñor Oscar Arnulfo Romero saltó casi de golpe a la inmortalidad de los mártires en medio de la violencia atroz de la dictadura militar y la pobreza humillante en El Salvador.
Fueron dolorosas situaciones que de costarle la vida el 24 de marzo de 1980 a causa de una conspiración de los poderosos de la época.
Parecía un destino insólito para el jovencito de salud precaria de una humilde familia del oriente del país, que se abocó temprano a su vocación religiosa y ejerció el sacerdocio la mayor parte de su vida casi en el anonimato.
Algunos de sus biógrafos lo recuerdan como un hombre tímido, de ideas conservadoras, opiniones que contrastan más aún con su venerada figura de profeta defensor de los pobres y perseguidos.
La profundidad y valentía del legado atesorado en sus homilías y su actuar, cuando la muerte le rondada a diario, explica que los pobres y gente buena de El Salvador y otras naciones del continente le otorgaran la condición de San Romero de América.
Oscar Arnulfo nació el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios, a unos 160 kilómetros al este de la capital, en el departamento de San Miguel. Fue el segundo de ocho hermanos de una familia formada por Santos Romero, un telegrafista y empleado de correos, y Guadalupe Galdámez.
Recordado como un niño de salud frágil, desde que se asomó a la adolescencia confirmó su vocación y a los 13 años, en 1930, ingresó al seminario menor de su ciudad natal.
Siete años después continuó sus estudios de teología en el principal centro del país, el Seminario San José de la Montaña, de San Salvador, donde su aplicación le abrió el camino para ingresar en 1937 en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma.
El 4 de abril de 1942, cuando contaba 24 años, fue ordenado sacerdote en el Vaticano.
Al año siguiente regresó a El Salvador y fue nombrado párroco de la ciudad de Anamorós, a unos 200 kilómetros al oriente de la capital, en el departamento de La Unión.
Tiempo después fue destinado a la iglesia de San Miguel, la capital del departamento homónimo, 140 kilómetros al este de San Salvador, donde ejerció su sacerdocio durante 20 años.
Su acercamiento a la jerarquía eclesiástica de la capital comenzó en 1968, cuando fue designado secretario de la Conferencia Episcopal, y el 21 de abril de 1970 se convirtió en una figura de rango nacional al ser nombrado por el papa Juan Pablo VI Obispo Auxiliar de San Salvador.
El 15 de octubre de 1974 fue designado obispo de la diócesis de la ciudad de Santiago de María, a 115 kilómetros al sureste de la capital, en el oriental departamento de Usulután.
Finalmente, su carrera religiosa llegó a la cúspide el 3 de febrero de 1977, cuando el papa Juan Pablo VI lo nombró Arzobispo de San Salvador, en un momento crítico de la dramática historia de su nación.
Según los relatos recogidos para este artículo, algunos sacerdotes y personalidades vinculadas a la iglesia entendieron la elección como favorable a los grupos conservadores opuestos a los sectores de la iglesia que defendían la opción preferencial por los pobres.
La vida demostró que estaban radicalmente equivocados.
Monseñor Romero asumió en una ceremonia sencilla, mientras el país era sacudido por denuncias de un escandaloso fraude electoral que entronizó al general Carlos Humberto Romero como presidente, para dar continuidad a una dictadura militar que comenzó en 1930.
Una protesta en el parque Libertad de la capital fue brutalmente reprimida por las fuerzas armadas el 28 de febrero de 1977, con saldo de decenas de muertos y desaparecidos y un cerco de varios días a una iglesia donde se refugiaron sobrevivientes.
Monseñor Romero sufrió otro duro golpe cuando el padre jesuita Rutilio Grande, uno de sus amigos más cercanos, fue asesinado en la localidad de Aguilares, al norte de la capital, donde organizaba a los campesinos y comunidades eclesiales de base.
Monseñor Oscar Arnulfo Romero
Su prédica contra la represión creció desde entonces y un día antes de su asesinato, en la homilía del domingo 23 de marzo de 1980, pidió en nombre de Dios al ejército que la cesara.
Ya entonces era blanco de una campaña de ataques por los sectores de la derecha, y de frecuentes amenazas de muerte.
Su opción preferencial por los pobres fue otro motivo de encono de los grupos dominantes.
“La misión de la iglesia es reivindicar a los pobres, así la iglesia encuentra su salvación”, escribió en una de sus más aplaudidas frases en la homilía del 17 de noviembre de 1977, 10 meses después de su nombramiento.
El 24 de marzo de 1980, un francotirador destruyó el corazón de monseñor Romero de un certero disparo mientras oficiaba misa en la capilla del hospital de la Divina Providencia, cerca del centro de la capital.
Antes, de manera profética, había proclamado: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”.
*Corresponsal de Prensa Latina en El Salvador.