Desde la dársena, uno ve la mancha gris que se va haciendo más grande por minuto. En un rato son 106 metros de barco de la Marina de Guerra Revolucionaria. En lugar de armas, transporta 300 toneladas de ayuda humanitaria para Dominica, que el pasado 18 de septiembre fue devastada por el huracán María. Vienen también dos brigadas de linieros, trabajadores forestales y un grupo de jóvenes diplomáticos.
Uno sabe lo que trae el barco y no hace tanto que se fue de Cuba, removida por Irma. Y uno piensa un montón de cosas:
Que las 300 toneladas de ayuda vendrían bien en Isabela de Sagua, Caibarién o San Lázaro, es verdad.
Que los linieros nunca sobran en Cuba, puede ser.
Que no vamos sobrados de barcos, también.
Pero uno lleva ya dos semanas en esta isla del Caribe. Vio cientos de kilómetros de antiguos bosques sin una sola hoja verde. Vio barrios enteros sumergidos en el fango. Vio la destrucción del viento a 250 kilómetros por hora que lanzó peces hasta las montañas y movió casas enteras. El 95 % de los edificios quedaron destruidos. La gente se acostó esa noche con un país y se levantó en una ruina.
Y uno camina por las calles que comienzan a ser transitables e intenta comprender el inglés cortado y a ráfagas del Caribe. De pronto alguien habla español: estudió en Moa, estudió en Pinar del Río, estudió en La Habana. “Cuba es grande”, piensa uno. Pero “Cuba es pobre”, vuelve a pensar. “¿Cuánto podrían hacer los que tienen?”.
Los que tienen vienen, tampoco se puede negar. Están unos días, ponen una venda en su conciencia y luego se van. Cuba se queda.
Formar un solo ingeniero o médico quizás sea tan caro como las 300 toneladas de ayuda. Hay decenas de miles de barcos ayudando gente por el mundo que salieron de puertos cubanos.
Sí, lo pagamos nosotros, los cubanos. Es ropa, comida, petróleo o cualquier otra cosa, que no tenemos.
Pero, coño, qué bien se siente uno cuando ve el barco en el horizonte y ve la bandera.