(Por Atilio A. Boron) Ante la intensificación de la mal llamada “crisis migratoria” surgieron voces de gobernantes, políticos y supuestos expertos en el tema asegurando que este no era un problema europeo sino africano o, en todo caso del Medio Oriente. La estremecedora imagen del niño kurdosirio yaciendo inerte en una playa de Turquía luego de que naufragara la barcaza en que junto con su familia intentaba llegar hasta la isla de Kos, en Grecia, conmovió a la opinión pública mundial y puso de relieve el inmenso drama humanitario que se está desenvolviendo en el Mediterráneo. No fue el primero que paga con su vida la crisis desatada por la desestabilización de un país, Siria, desgraciadamente convertido en el blanco de siniestros cálculos geopolíticos de Estados Unidos y sus aliados que destruyeron uno de los países más prósperos y estables de la región. En esa misma barcaza murieron otros cinco, uno de ellos su hermanito de cinco años, aparte de su madre y un número todavía indeterminado de adultos. Si ampliamos el foco del análisis para abarcar con la mirada el torrente humano procedente del África Subsahariana el número de víctimas infantiles sería abrumador, aunque no haya registro fotográfico de ello. Queda en pie la pregunta: ¿por qué se produce la crisis, qué es lo que la dispara?
Por empezar se impone una clarificación, porque la disputa por el sentido es crucial para plantear correctamente los términos del problema. Suele hablarse, indistintamente, de una “crisis migratoria” como si esta fuera un transitorio desequilibrio en el flujo poblacional entre el África Subsahariana, Medio Oriente y Europa. Pero, ¿son migrantes o refugiados? En el caso de los sirios que huyen de la devastación sembrada en su país no existe la menor duda de que se trata de lo segundo, y lo mismo cabe decir de los libios, que dejan sus hogares luego de la tragedia desatada por la criminal decisión de Washington y Bruselas de auspiciar un “cambio de régimen” en Libia. El caso del África Subsahariana es más complejo, porque allí se entremezclan migrantes impulsados por el hambre y la pobreza inescapable con sectores, minoritarios, que abandonan sus países por razones políticas.
Ahora bien: ¿por qué el infortunado niño de la minoría kurda en Siria tuvo que dejar su país? Porque, como decíamos más arriba, el diseño estratégico de Washington en Medio Oriente tenía como objetivo fundamental -¡pero ya no más, porque ahora la Casa Blanca tiene otras prioridades en el área!- provocar la caída de la República Islámica en Irán, para lo cual había que destruir los apoyos con que contaba Teherán en su entorno inmediato y entre los cuales sobresalía Siria por su locación geográfica, su condición de país limítrofe con Israel y Turquía, su población, su economía y la prolongada estabilidad política del régimen imperante. En consecuencia, la “guerra civil” en Siria no es tal, pues se trata de una agresión pergeñada desde afuera por Estados Unidos y sus compinches europeos (al igual que hicieran con Libia pocos años antes) y en donde bandas de atroces mercenarios son exaltados como heroicos “combatientes por la libertad” y respaldados política y diplomáticamente mientras cometen toda clase de desmanes. De esta madriguera creada por las democracias occidentales y sus reaccionarios socios en la región brotó, incontrolable, el Estado Islámico, con luz verde para perpetrar horrendos crímenes. El resultado ha sido la entronización de esa banda terrorista en algunas regiones de Siria e Irak, con su interminable secuela de decapitaciones, degüellos y destrucción de venerables reliquias históricas, consumidas en las llamas del fundamentalismo yihadista. Aylan Kurdi, tal es el nombre del niño ahogado, pereció porque tuvo que huir del infierno en que Washington y los gobiernos europeos convirtieron a su patria, pese a la heroica resistencia del pueblo kurdo que supo poner freno a la expansión militar del EI en sus territorios. Y murió también porque las autoridades del Canadá le negaron tres veces a su familia el permiso para asilarse en ese país. El Primer Ministro británico, David Cameron, acaba de acusar a Bashar Al Assad y al Estado Islámico por su muerte. Miente, porque sabe muy bien que el holocausto social de Siria no es un asunto doméstico sino responsabilidad directa y criminal de los gobiernos que conforman el condominio imperial, que en su afán por posicionarse más favorablemente en el tablero geopolítico mundial no dudan un instante en adoptar políticas que desquician sociedades y provocan destrucción y muerte a su paso, precipitando así la avalancha de refugiados que huyen para salvar sus vidas y la de sus familiares, con las consecuencias que todos se lamentan.
Tanto en el caso de Libia como en el más actual de Siria la intervención imperialista estuvo precedida por una cobertura mediática falaz que demonizó las figuras de Muammar El Gadafi y Bashar al-Asad y tergiversó la información originada en el terreno para justificar ex ante las cruentas tácticas de desestabilización y caos social, económico y político requeridas para hacer posible el “cambio de régimen”, frase amable que sustituye la más brutal de “subversión del orden constitucional vigente”. Mentiras que, en los casos de Libia y Siria, son análogas a las proferidas cuando antes de la invasión y destrucción de Irak desde Washington, Londres o París se denunciaba la existencia de armas de destrucción masiva en ese desdichado país, cuando todos sabían que no las había y que el único que sí las tenía en esa parte del mundo era Israel.
Ahora el problema de los refugiados en Europa ha adquirido proporciones inéditas desde fines de la Segunda Guerra Mundial, e indigna comprobar la indiferencia de algunos gobiernos europeos ante esa crisis, o la estupidez de las políticas con las que se pretende enfrentar la situación. Por ejemplo establecer ridículos cupos migratorios ante el desastre generado en Siria e Irak, para mencionar apenas los más directamente involucrados en la situación actual, que tienen una población conjunta de unos 55 millones de habitantes. O el cinismo de la Administración Obama, que acentúa las políticas de desestabilización inherentes al “imperio del caos”, según la feliz expresión de Pepe Escobar, porque, total, los refugiados no podrán cruzar el Atlántico en sus frágiles barcazas y el problema lo deberá padecer Europa. Actitud semejante adopta al atizar la guerra civil en Ucrania: en última instancia, la batalla se librará, como las dos guerras mundiales en el escenario europeo y la destrucción resultante será beneficiosa para apuntalar la primacía global de Estados Unidos al debilitar, gracias a la guerra, a sus principales competidores.
Ante las ridículas tentativas de los países europeos, o de la Unión Europea, para “regular” el tsunami de los refugiados y los migrantes, sobre todo del África Subsahariana, conviene recordar las clarividentes palabras de José Saramago: “El desplazamiento del sur al norte es inevitable; no valdrán alambradas, muros ni deportaciones: vendrán por millones. Europa será conquistada por los hambrientos. Vienen buscando lo que les robamos. No hay retorno para ellos porque proceden de una hambruna de siglos y vienen rastreando el olor de la pitanza. El reparto está cada vez más cerca. Las trompetas han empezado a sonar. El odio está servido y necesitaremos políticos que sepan estar a la altura de las circunstancias.”
La responsabilidad de Europa es mucho mayor, más visible e inocultable en el caso del África Subsahariana. Porque, ¿quién ocupó, colonizó y saqueó por siglos al mal llamado “Continente Negro” si no las potencias coloniales europeas? ¿Quién organizó el tráfico de esclavos a través del Atlántico si no los gobiernos y las clases dominantes de Europa? No fueron los africanos quienes se abalanzaron sobre esta para saquear sus riquezas y esclavizar a sus poblaciones, sino que ocurrió exactamente lo contrario. ¿Quiénes impusieron sus intereses, perpetraron un cruel etnocidio y arrasaron con formas tradicionales de organización económica, social y política en África? ¿No fueron acaso los colonialistas europeos los que se repartieron ese continente, practicando un sistemático pillaje y redibujaron el mapa político para inventar fronteras artificiales que dividían viejas sociedades y ancestrales etnias y naciones, convertidas en fragmentos destrozados, ahora caprichosamente repartidos en diferentes “países” y sembrando las bases de una rivalidad que perdura hasta nuestros días? ¿No fueron ellos los que impusieron el inglés, el francés, el portugués, y otras lenguas europeas como las oficiales de aquellas arbitrarias creaturas políticas? ¿Dónde más podrían ir esos antiguos súbditos europeos que a sus metrópolis de otrora, cuando la crisis deja sin futuro a millones de africanos? ¿O es que los colonialistas de hoy creen que podrán salirse con la suya y no pagar la cuenta de los crímenes y fechorías cometidas por sus antepasados? ¿Reclaman acaso impunidad, o fingen desconocer su responsabilidad histórica? Para colmo de males, una vez obtenida la independencia los tentáculos del neocolonialismo –reforzado ahora por el protagonismo de Estados Unidos- se hundieron todavía con más fuerza, acelerando la descomposición económica, social y política de las situaciones poscoloniales. De nuevo: ¿adónde sino a Europa podrían ir para buscar un alivio a sus interminables padecimientos? ¿Cómo podrían los gobiernos europeos y sus mandantes decir que la crisis migratoria que tantas muertes ha causado es “un problema africano” cuando no es otra cosa que el inexorable y demorado resultado de su pasada expansión colonial?
¿Cómo evolucionará esta situación? No es exagerado afirmar que el torrente de refugiados ha desbordado todas las previsiones y nada autoriza a pensar que la situación irá a mejorar porque ni Washington ni Bruselas han archivado sus planes de derrocar al gobierno sirio, acabar con Hezbollah el vecino Líbano y cerrar el círculo en torno a Irán. El resultado de esta macabra iniciativa sólo puede ser más destrucción y muerte, y renovados contingentes de refugiados golpeando a las puertas de la opulenta Europa. Estados Unidos está casi por completo aislado de esas dolorosas corrientes de seres humanos en búsqueda de una vida mínimamente digna, así como la Unión Europea lo está en relación al flujo migratorio que desde México, Centroamérica y el Caribe se amontona en las puertas del imperio. La “solución” por la que se ha venido inclinando la política de Estados Unidos pasa por el reforzamiento de los controles fronterizos, las deportaciones y la construcción del muro en la frontera con México. Los países europeos no gozan de las ventajas estadounidenses por la porosidad de sus fronteras, su heterogeneidad estatal y la proximidad de los países originarios de los migrantes. Si Occidente creyera firmemente en su tan pregonada doctrina de los derechos humanos tendría que modificar radicalmente su política migratoria y hacerse cargo de su responsabilidad en la crisis actual. Pero ni Estados Unidos ni la Unión Europea han dado muestras de tomarse en serio los derechos humanos, por lo que lo único que aparece en el horizonte europeo es una política de mayor control migratorio, cierre de fronteras, expulsión y deportación de migrantes ilegales. Lo ocurrido con los camiones cargados de africanos muertos hallados en Austria o la odisea de los que intentan cruzar el Mediterráneo demuestran los límites morales y prácticos de tales políticas. Como lo recordaba José Saramago, el proyecto de parar esta avalancha humana construyendo la “Fortaleza Europa” ( o la “Fortaleza Americana”) está condenado al fracaso y no pondrá fin a un éxodo cada vez mayor, alimentado por las inequidades del capitalismo contemporáneo en su proyección global y por las estrategias norteamericanas de producir un “cambio de régimen”, por vías violentas como las evidenciadas en Siria y Libia, en Medio Oriente, y también, no lo olvidemos, en algunos países latinoamericanos. Ante este cuadro, lo único sensato sería construir un nuevo orden económico internacional que haga posible el bienestar de esos pueblos y que les permita acceder a una vida digna dentro de sus respectivos países. Pero el capitalismo es un sistema esencial e incorregiblemente irracional y además nada indica que la sensatez sea un atributo de sus círculos dirigentes a ambos lados del Atlántico. Lo que hicieron con Grecia es una prueba rotunda de que lo único que les importa es garantizar la tasa de ganancia de sus transnacionales. Así las cosas lo único que cabe esperar es la intensificación de las migraciones subsaharianas, el éxodo sirio y nuevas tragedias como la del niño Aylan.